Quién se ha creído que es Màxim Huerta?, por Sergio del Molino
No he leído ningún libro de Màxim Huerta y sólo he estado con él una vez. Nos presentaron unos amigos comunes, pero, más allá de la cordialidad y la simpatía de aquella noche (estuvo encantador y divertido, me cayó muy bien, aunque puede que él ni lo recuerde), no tengo relación con ni opinión sobre él. Supongo que me iré formando una a medida que su acción política lo enfrente a polémicas y realidades. De momento, sólo tengo expectación.
Me ha sorprendido, aunque no sé por qué, la unanimidad en el rechazo que ha provocado en amplísimos sectores culturales y culturetas. Confieso que a mí me chocó también su nombre, pero porque hay una tradición en los gobiernos del PSOE de elegir para ese puesto a una figura prestigiosa o querida por la gente que hace libros, películas y cuadros. Es el estándar Semprún: cuando la silla no la ocupa un político, se busca un intelectual afín. Huerta, desde luego, rompe esa tradición.
Hasta ahí, la extrañeza y la desconfianza son normales y previsibles, pero he percibido algo más. Algo que sí es tradicional en la cultura española: el elitismo. Un de-dónde-sale-este-tío, un qué-se-habrá-creído. Es un parvenu, un trepa, un iletrado que quiere jugar a ser escritor. Un periodistucho de la peor ralea (imagínate, uno que trabajaba en Telecinco), un navajero que no sabe hacerse el nudo de la corbata, un cualquiera.
Me suena demasiado la canción, la tengo muy oída. Tiene algo de matón colegial: en la puerta del mundo cultural hay unos porteros con librea que en realidad son amos del calabozo y gastan los mismos modales que el carcelero más duro. Son peores que los puristas del flamenco y que el ulema de Arabia Saudí. Se han asignado a sí mismos la misión de preservar la pureza del arte contra intrusos del faranduleo, y algunos son tan celosos en su cumplimiento, que niegan el carnet gremial a cualquiera que no pertenezca al círculo de sus amigos. Para ellos, el mundo literario cabe en la mesa del restaurante donde cenan los viernes, y no existe fuera de ella.
No hace falta ser Màxim Huerta ni escribir bestsellers de tapa dura para sufrir la condena de los guardianes de la fe. El simple hecho de colaborar en los medios –fuera de los estrictamente culturales y literarios- es ya una forma insoportable de frivolidad. Yo tengo amigos que me han hecho notar su preocupación por que mis apariciones y colaboraciones mediáticas laminen el poco o mucho prestigio intelectual que pueda tener. A su juicio, me malbarato. Y eso lo piensan amigos que me aman y me tienen en consideración, no quieran saber lo que opinan los biliosos eruditos a la violeta, para los que soy una especie de prostituto de baja estofa que vende su pluma a cualquiera.
No he leído a Màxim Huerta, pero sí he leído los libros de algunos que se han burlado de él estos días, y no creo que tengan unas obras y unas carreras como para permitirse muchos desprecios a nadie. Allá cada cual, pero a mí me aburre mucho ese soniquete y creo que no le hace ningún bien a la literatura.
Al margen de elitismos, purismos y escándalos de beatonas, tampoco creo que la talla intelectual sea algo deseable en un ministro de cultura. La historia debería habernos escarmentado ya contra los sabios redentores. A menudo, las cualidades que distinguen a un buen literato, a un buen artista o a un buen pensador le inhabilitan para el poder, que es algo mucho más pedestre y que requiere diálogo, habilidades sociales y capacidad de adaptarse al mundo en vez de hacer que el mundo se adapte a uno (que, en el fondo, es en lo que consiste el arte). Yo, a los intelectuales, los prefiero libres en su tribuna. Creo que cumplen su función política fuera de los escaños, desconfío de ellos en el sillón de un ministerio. Màxim Huerta será lo que sea en términos literarios –lo desconozco-, pero ha publicado media docena de libros que han vendido muy bien y conoce a fondo la industria editorial y el mundo del libro. No le costará entender el resto de industrias culturales y convertirse, por tanto, en el interlocutor que estas necesitan con el gobierno. Eso es mucho más de lo que ha sido la mayoría de sus predecesores.
Tags: Màxim Huerta, Sergio del Molino
No he leído ningún libro de Màxim Huerta y sólo he estado con él una vez. Nos presentaron unos amigos comunes, pero, más allá de la cordialidad y la simpatía de aquella noche (estuvo encantador y divertido, me cayó muy bien, aunque puede que él ni lo recuerde), no tengo relación con ni opinión sobre él. Supongo que me iré formando una a medida que su acción política lo enfrente a polémicas y realidades. De momento, sólo tengo expectación.
Me ha sorprendido, aunque no sé por qué, la unanimidad en el rechazo que ha provocado en amplísimos sectores culturales y culturetas. Confieso que a mí me chocó también su nombre, pero porque hay una tradición en los gobiernos del PSOE de elegir para ese puesto a una figura prestigiosa o querida por la gente que hace libros, películas y cuadros. Es el estándar Semprún: cuando la silla no la ocupa un político, se busca un intelectual afín. Huerta, desde luego, rompe esa tradición.
Hasta ahí, la extrañeza y la desconfianza son normales y previsibles, pero he percibido algo más. Algo que sí es tradicional en la cultura española: el elitismo. Un de-dónde-sale-este-tío, un qué-se-habrá-creído. Es un parvenu, un trepa, un iletrado que quiere jugar a ser escritor. Un periodistucho de la peor ralea (imagínate, uno que trabajaba en Telecinco), un navajero que no sabe hacerse el nudo de la corbata, un cualquiera.
Me suena demasiado la canción, la tengo muy oída. Tiene algo de matón colegial: en la puerta del mundo cultural hay unos porteros con librea que en realidad son amos del calabozo y gastan los mismos modales que el carcelero más duro. Son peores que los puristas del flamenco y que el ulema de Arabia Saudí. Se han asignado a sí mismos la misión de preservar la pureza del arte contra intrusos del faranduleo, y algunos son tan celosos en su cumplimiento, que niegan el carnet gremial a cualquiera que no pertenezca al círculo de sus amigos. Para ellos, el mundo literario cabe en la mesa del restaurante donde cenan los viernes, y no existe fuera de ella.
No hace falta ser Màxim Huerta ni escribir bestsellers de tapa dura para sufrir la condena de los guardianes de la fe. El simple hecho de colaborar en los medios –fuera de los estrictamente culturales y literarios- es ya una forma insoportable de frivolidad. Yo tengo amigos que me han hecho notar su preocupación por que mis apariciones y colaboraciones mediáticas laminen el poco o mucho prestigio intelectual que pueda tener. A su juicio, me malbarato. Y eso lo piensan amigos que me aman y me tienen en consideración, no quieran saber lo que opinan los biliosos eruditos a la violeta, para los que soy una especie de prostituto de baja estofa que vende su pluma a cualquiera.
No he leído a Màxim Huerta, pero sí he leído los libros de algunos que se han burlado de él estos días, y no creo que tengan unas obras y unas carreras como para permitirse muchos desprecios a nadie. Allá cada cual, pero a mí me aburre mucho ese soniquete y creo que no le hace ningún bien a la literatura.
Al margen de elitismos, purismos y escándalos de beatonas, tampoco creo que la talla intelectual sea algo deseable en un ministro de cultura. La historia debería habernos escarmentado ya contra los sabios redentores. A menudo, las cualidades que distinguen a un buen literato, a un buen artista o a un buen pensador le inhabilitan para el poder, que es algo mucho más pedestre y que requiere diálogo, habilidades sociales y capacidad de adaptarse al mundo en vez de hacer que el mundo se adapte a uno (que, en el fondo, es en lo que consiste el arte). Yo, a los intelectuales, los prefiero libres en su tribuna. Creo que cumplen su función política fuera de los escaños, desconfío de ellos en el sillón de un ministerio. Màxim Huerta será lo que sea en términos literarios –lo desconozco-, pero ha publicado media docena de libros que han vendido muy bien y conoce a fondo la industria editorial y el mundo del libro. No le costará entender el resto de industrias culturales y convertirse, por tanto, en el interlocutor que estas necesitan con el gobierno. Eso es mucho más de lo que ha sido la mayoría de sus predecesores.
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