El 12 de febrero de 1932, cuando ni siquiera se había cumplido un año de la proclamación de la II República española, zarpaba del puerto de Barcelona el buque carguero «Buenos Aires», convertido en cárcel flotante y llevando a bordo en condiciones que difícilmente pudieran ser consideradas como tolerables, a ciento cuatro anarquistas que acababan de protagonizar una singular aventura revolucionaria: la proclamación del comunismo libertario en la comarca del Alto Llobregat. El destino de tales penados era la Guinea colonial española, en la que cumplirían la condena de extrañamiento a la que el Gobierno presidido por Manuel Azaña les había condenado en estricto cumplimiento de la recién instaurada ley de Defensa de la República.
Más acuciados por otras urgencias que las de la retórica de circunstancias, otras figuras no menos representativas del anarquismo, como Durruti y los hermanos Ascaso, patentizaban, muy a su pesar, los dudosos valores democráticos de la primera de las leyes represivas republicanas con la que increíblemente se recuperaba la ya lejana memoria de los presidios africanos. No iba a ser, sin embargo, esta ley de Defensa de la República una excepción en la incipiente legislación represiva republicana. En intervalos de tiempo muy próximos, otras dos, la de Orden Público y la de Vagos y Maleantes, iban a contribuir a la definición de un contexto jurídico dentro del cual la vulnerabilidad de los derechos individuales de los españoles adquiriría estado legal.
Presentada por Azaña como una fórmula defensiva para la estabilidad del sistema, la ley de Defensa de la República sería aprobada sin discusión por las Cortes el día 20 de octubre de 1931. Su carácter draconiano, que quedaba ya de manifiesto desde su preámbulo, alcanzaba su nivel más alto con el exhaustivo repertorio de situaciones o conceptos susceptibles de ser considerados como agresiones a las instituciones republicanas. Tales eran, por ejemplo, la resistencia o desobediencia a las leyes o a la fuerza pública; las huelgas salvajes; la coacción laboral, e, incluso, el agio. No era tampoco excluida de semejante consideración la apología de la Monarquía y la exhibición de sus banderas e insignias. Pero mucho mayor calado represivo tendría los capítulos referidos al ejercicio de la libertad de expresión y al orden disciplinario de los funcionarios.
En el primer caso, el ministro de la Gobernación, sin otro expediente que el de su libre albedrío, podría decretar el cierre de cualquier medio informativo, lo que, de hecho, implicaba una forma de censura encubierta.
La propia realidad se encargaría bien pronto de ratificar la sectaria intencionalidad de la nueva norma legal. En los meses siguientes a su puesta en vigor, serían cerrados no menos de cien periódicos, entre ellos el asturiano «Región». Hasta tal punto llegaría la situación, que el propio Unamuno, uno de los patriarcas de la República, secundado por varios diputados, solicitaría de las Cortes nada menos que la vuelta a la ley monárquica de 1893 establecida por el Partido Liberal de Sagasta, «que si proporcionaba ciertas garantías contra el periodismo incendiario, otorgaba más libertad que las draconianas leyes republicanas». (Stanley C. Payne: «El colapso de la República».)
Quedaba claro que la ley de Defensa de la República no era, desde luego, el mecanismo más adecuado para conseguir la integración de los españoles en el nuevo régimen. Utilizar el extrañamiento, la depuración y las multas sin un previo proceso judicial no era precisamente un ejemplo de la democracia que los ciudadanos esperaban de la idealizada República.
Un año después, en abril de 1933, y con el ánimo, sin duda, de terminar con la discrecionalidad sancionada hasta entonces, el Gobierno presenta a las Cortes, y éstas aprueban, el proyecto de una ley de Orden Público. Meramente un gesto, ya que no sería otra cosa que un enmascaramiento de los aspectos más drásticos de la que pretendía sustituir. No sólo se mantenían éstos, sino que se establecían en su articulado los que serían denominados estados de alarma, prevención y guerra, cuya reiterada aplicación del primero de ellos haría que desde la promulgación de la ley hasta el comienzo de la guerra civil apenas si se pudiera encontrar un mes de normalidad constitucional en Espana.
Con la Ley de Vagos y Maleantes, de diciembre de 1933, el objetivo propuesto sería: la protección de los valores éticos de la nueva sociedad. Una sociedad de la que quedaban excluidos los homosexuales, a los cuales se incluía en un repertorio no precisamente escaso de personas «con inclinación al delito», tales como vagos, rufianes, proxenetas, indocumentados, tahúres, corruptores de menores, alcohólicos y toxicómanos, cosa que sin pensárselo dos veces habían aprobado los puritanos diputados de la República. (Juan Gil Pecharromán: «Segunda República española».)
No puede tampoco dejarse en absoluto fuera de este contexto represivo la creación de la denominada Guardia de Asalto, con la que en cierta forma se pretendía sustituir a la Guardia Civil, de supuesta dudosa fidelidad. Se trataba de desarrollar un nuevo modelo de fuerza pública fuertemente concienciado. No eran moco de pavo doscientas pesetas de sueldo en aquel tiempo, desde luego. Sus armas operativas eran una pistola de reglamento y una larga porra de goma, y sólo en situaciones excepcionales sus números hacían uso de las tradicionales carabinas o tercerolas. Sus oficiales procedían del Ejército y es curioso que su primer jefe fuese el entonces teniente coronel Muñoz Grandes, que tanta relevancia alcanzaría después en el franquismo.
Pero acaso una de las formas, sin duda de mayor alcance represivo de las adoptadas por la República, consistiría en lo que, de hecho, fue la constante utilización que el Gobierno hacía del Ejército en el mantenimiento del orden público. No se trataba solamente de su participación activa en las situaciones de carácter subversivo o revolucionario, iniciada ya en el mismo año 31 con la presencia de tropas coloniales por primera vez en la historia contemporánea, en la revuelta anarquista de Sevilla, sino incluso de una actuación subsidiaria de la de los agentes sociales, eso que ahora se llama «misiones de paz».
En toda clase de huelgas y conflictos laborales, los soldados eran presencia obligada. Ellos conducían trenes y tranvías, vigilaban los edificios públicos, franqueaban las cartas y fabricaban el pan.
Paradójicamente, la República, que pretendía unas Fuerzas Armadas sometidas al ordenamiento político del país de ahí las leyes de Azaña sobre el Ejército, las acreditaba sin remilgos desde su misma instauración, como garantes del orden establecido.
Si los últimos meses de la II República, tras las elecciones de febrero del 36, transcurrieron ya definitivamente por unos cauces que difícilmente pudieran ser calificados como democráticos, tampoco los de sus inicios fueron, como se ve, demasiado proclives a una ordenada convivencia entre los españoles, en función sobre todo de una legislación sectaria y represiva. Entre el republicanismo y la democracia, sus dirigentes escogieron el republicanismo sin dudarlo demasiado. Las trágicas consecuencias de tal opción no tardarían en pagarlas todos los españoles.
Más acuciados por otras urgencias que las de la retórica de circunstancias, otras figuras no menos representativas del anarquismo, como Durruti y los hermanos Ascaso, patentizaban, muy a su pesar, los dudosos valores democráticos de la primera de las leyes represivas republicanas con la que increíblemente se recuperaba la ya lejana memoria de los presidios africanos. No iba a ser, sin embargo, esta ley de Defensa de la República una excepción en la incipiente legislación represiva republicana. En intervalos de tiempo muy próximos, otras dos, la de Orden Público y la de Vagos y Maleantes, iban a contribuir a la definición de un contexto jurídico dentro del cual la vulnerabilidad de los derechos individuales de los españoles adquiriría estado legal.
Presentada por Azaña como una fórmula defensiva para la estabilidad del sistema, la ley de Defensa de la República sería aprobada sin discusión por las Cortes el día 20 de octubre de 1931. Su carácter draconiano, que quedaba ya de manifiesto desde su preámbulo, alcanzaba su nivel más alto con el exhaustivo repertorio de situaciones o conceptos susceptibles de ser considerados como agresiones a las instituciones republicanas. Tales eran, por ejemplo, la resistencia o desobediencia a las leyes o a la fuerza pública; las huelgas salvajes; la coacción laboral, e, incluso, el agio. No era tampoco excluida de semejante consideración la apología de la Monarquía y la exhibición de sus banderas e insignias. Pero mucho mayor calado represivo tendría los capítulos referidos al ejercicio de la libertad de expresión y al orden disciplinario de los funcionarios.
En el primer caso, el ministro de la Gobernación, sin otro expediente que el de su libre albedrío, podría decretar el cierre de cualquier medio informativo, lo que, de hecho, implicaba una forma de censura encubierta.
La propia realidad se encargaría bien pronto de ratificar la sectaria intencionalidad de la nueva norma legal. En los meses siguientes a su puesta en vigor, serían cerrados no menos de cien periódicos, entre ellos el asturiano «Región». Hasta tal punto llegaría la situación, que el propio Unamuno, uno de los patriarcas de la República, secundado por varios diputados, solicitaría de las Cortes nada menos que la vuelta a la ley monárquica de 1893 establecida por el Partido Liberal de Sagasta, «que si proporcionaba ciertas garantías contra el periodismo incendiario, otorgaba más libertad que las draconianas leyes republicanas». (Stanley C. Payne: «El colapso de la República».)
Quedaba claro que la ley de Defensa de la República no era, desde luego, el mecanismo más adecuado para conseguir la integración de los españoles en el nuevo régimen. Utilizar el extrañamiento, la depuración y las multas sin un previo proceso judicial no era precisamente un ejemplo de la democracia que los ciudadanos esperaban de la idealizada República.
Un año después, en abril de 1933, y con el ánimo, sin duda, de terminar con la discrecionalidad sancionada hasta entonces, el Gobierno presenta a las Cortes, y éstas aprueban, el proyecto de una ley de Orden Público. Meramente un gesto, ya que no sería otra cosa que un enmascaramiento de los aspectos más drásticos de la que pretendía sustituir. No sólo se mantenían éstos, sino que se establecían en su articulado los que serían denominados estados de alarma, prevención y guerra, cuya reiterada aplicación del primero de ellos haría que desde la promulgación de la ley hasta el comienzo de la guerra civil apenas si se pudiera encontrar un mes de normalidad constitucional en Espana.
Con la Ley de Vagos y Maleantes, de diciembre de 1933, el objetivo propuesto sería: la protección de los valores éticos de la nueva sociedad. Una sociedad de la que quedaban excluidos los homosexuales, a los cuales se incluía en un repertorio no precisamente escaso de personas «con inclinación al delito», tales como vagos, rufianes, proxenetas, indocumentados, tahúres, corruptores de menores, alcohólicos y toxicómanos, cosa que sin pensárselo dos veces habían aprobado los puritanos diputados de la República. (Juan Gil Pecharromán: «Segunda República española».)
No puede tampoco dejarse en absoluto fuera de este contexto represivo la creación de la denominada Guardia de Asalto, con la que en cierta forma se pretendía sustituir a la Guardia Civil, de supuesta dudosa fidelidad. Se trataba de desarrollar un nuevo modelo de fuerza pública fuertemente concienciado. No eran moco de pavo doscientas pesetas de sueldo en aquel tiempo, desde luego. Sus armas operativas eran una pistola de reglamento y una larga porra de goma, y sólo en situaciones excepcionales sus números hacían uso de las tradicionales carabinas o tercerolas. Sus oficiales procedían del Ejército y es curioso que su primer jefe fuese el entonces teniente coronel Muñoz Grandes, que tanta relevancia alcanzaría después en el franquismo.
Pero acaso una de las formas, sin duda de mayor alcance represivo de las adoptadas por la República, consistiría en lo que, de hecho, fue la constante utilización que el Gobierno hacía del Ejército en el mantenimiento del orden público. No se trataba solamente de su participación activa en las situaciones de carácter subversivo o revolucionario, iniciada ya en el mismo año 31 con la presencia de tropas coloniales por primera vez en la historia contemporánea, en la revuelta anarquista de Sevilla, sino incluso de una actuación subsidiaria de la de los agentes sociales, eso que ahora se llama «misiones de paz».
En toda clase de huelgas y conflictos laborales, los soldados eran presencia obligada. Ellos conducían trenes y tranvías, vigilaban los edificios públicos, franqueaban las cartas y fabricaban el pan.
Paradójicamente, la República, que pretendía unas Fuerzas Armadas sometidas al ordenamiento político del país de ahí las leyes de Azaña sobre el Ejército, las acreditaba sin remilgos desde su misma instauración, como garantes del orden establecido.
Si los últimos meses de la II República, tras las elecciones de febrero del 36, transcurrieron ya definitivamente por unos cauces que difícilmente pudieran ser calificados como democráticos, tampoco los de sus inicios fueron, como se ve, demasiado proclives a una ordenada convivencia entre los españoles, en función sobre todo de una legislación sectaria y represiva. Entre el republicanismo y la democracia, sus dirigentes escogieron el republicanismo sin dudarlo demasiado. Las trágicas consecuencias de tal opción no tardarían en pagarlas todos los españoles.