Las horas en barrena sobre un gres de exteriores
haciéndose pedazos.
Mi casa, a veces,
es un abismo invisible
donde todo tiende a morir aplastado por la culpa.
Y no me quejo:
es absolutamente normal.
Las naciones caen.
Las
religiones y las ideologías
caen.
Muchos
hombres caen,
aunque algunos, eso sí,
logran alzarse de nuevo.
Otros, simplemente,
no lo consiguen.
Y hay quien no ha caído jamás, con todo lo que conlleva
(estos suelen ser los peores).
Hoy, mi
mujer se fue de casa.
Discutimos.
Nos gritamos.
Nos arrojamos toda esa mierda que sabemos que duele
como ninguna otra cosa en el mundo.
Es lo que tiene conocerse de verdad.
Sin máscaras.
Sin corazas.
Sin parapetos.
Y, tan solo segundos después del portazo,
supe que estaba destruyendo lo mejor que me había pasado
en toda mi puta vida.
Tuve el impulso de salir tras ella,
decirle algo, no sé,
cualquier cosa,
impedir que se marchara
a cualquier precio,
de cualquier manera
pero, simplemente,
no lo hice.
En su lugar, me acerqué hasta la nevera,
di un tiento a la botella,
encendí un cigarro,
puse la tele y allí estaban esos mamones de siempre,
con sus caras rancias
y sus putas vidas perfectas y todo resuelto.
Pensé en Dios (no muy bien),
en mis viejos,
en mi infancia,
en los buenos ratos que viví en algún momento y lugar,
no sé si hace mucho.
En beberme también las cajas de Gelocatil, Flumil
y Aumentine,
y acostarme,
bajando las persianas.
Yo soy de esos hombres que han caído demasiado
y ya empiezan a estar hartos de levantarse.
Ella, una de esas
mujeres que no tardarían en encontrar
una veintena de tipos dispuestos a morir
por cada latido suyo.
Así que me tumbo y espero,
espero el último y radiante resplandor
que acabe por mandarlo
todo
al carajo
mientras calibro la clase de cadáver,
por dentro y por fuera,
en que me he convertido