APARCANDO EL "Mni" 2ª parte
El conductor solo conducía y miraba o se iba a echar una parrafada con algún compañero, mientras nosotros sudábamos aunque fuese
invierno, aunque estuviésemos dos solamente y necesitásemos ayuda. Claro que el conductor –el fijo, o sea Luis- a veces hubiera necesitado nuestra ayuda para subirlo al asiento del conductor, y eso que con solo apoyar el culo en él y darse media vuelta, se hubiese sentado ayudándose del asidero del conductor pues el furgón era una Saba –la sabita popularmente-, por tanto era baja la parte de “cabina”.
¿Cómo es que le hubiésemos tenido que ayudar, se preguntarán ustedes, siendo que la furgoneta era baja? Pues muy sencillo, aunque él también lo era: por la misma razón que ciertas veces lo tuvimos que ayudar a no caer, pues al darle a la manilla de la puerta para abrirla, como había que girarla hacia abajo y él se apoyaba en ella en demasía, no es que la abriese o diese para abajo con fuerza, sino que se le escurría, perdía el equilibrio a consecuencia de la carga que llevaba encima de copas de coñac –entonces no se estaba obligado a decir brandy-. Llevaba tanto coñac dentro, que si le hubieran hecho un análisis de sangre, no habría dado una sola gota de ella ni en 10 cm cúbicos que le hubiesen sacado en una sola jeringuilla. Creería el analista que el ATL había “pinchado” a un “pellejo” de aquellos que usaban los vinateros.
La mayoría de los
viajes del furgón a velatorios, este llevaba dos “viajeros” solamente. Nosotros, si éramos varios, o yo solo, subíamos la cuesta andando al igual que cubríamos los doscientos metros escasos que distaba un edificio del otro. Cualquiera se arriesgaba a subir montado en un vehículo conducido por “Luis botella”, sorteando jardines y esquinas de edificios. Dejándoles solos, solamente podría sufrir uno de los dos viajeros.
En una ocasión en que no quisieron ayudarme -pues entre unos y otros ninguno quería “cargar con el muerto”-, tan solo se echó adelante uno y entre los dos lo intentamos. Tras cambiar el cuerpo a la bandeja, me puse en posición y ya en cuclillas así las asas y la sopesé para hacerme una idea del esfuerzo que debía de hacer para levantarla. Como creí que ese día era de los pocos buenos que tenía, el tanteo no lo hice bien y al intentar subirla a la de tres, contados por el compañero, el cual su lado sí lo subió, el mío pegó un tirón hacia el suelo como si hubiese querido traspasarlo. Me quedé sentado sobre los pies del muerto y con un dolor en la espalda que me hizo saltar las lágrimas y sentir que levitaba. Y es que la bandeja no se movió del suelo por el lado donde yo estaba, porque lo que quise levantar era un peso muerto de 110kg, más lo que pesase
el hierro de las barras y el acero inoxidable de la bandeja.
Con el pobre Eduardo fue peor. No me senté sobre sus pies, pues desde un principio fuimos cinco para su levantamiento debido a sus 180kg de peso –pesado la tarde anterior y yendo a la báscula por su propio pie-, habiendo fallecido a causa de un infarto de miocardio. Aunque hubiese pesado 60 kg nada más, tampoco podría haberme puesto delante, pues medía uno noventa y cinco estando de pie –y esa medida la pasaba al estar yacente aunque no fuese mucho más- quedando las piernas sobresalientes de la bandeja desde más arriba de los tobillos, dejando por tanto las asas intocables para uno solo, teniendo por tanto que coger una cada uno de nosotros.
Al llegar al depósito la aventura podría haber sido aún peor y no por realizarse a la inversa, sino porque allí ya no subíamos todos los que habíamos estado cargando abajo, solo subíamos tres y con el de la morgue éramos cuatro. Pero es que allí había un practicable y aunque hubiésemos tenido que pasarlo a una cámara de tercera altura, con el artilugio era pan comido.
Pensaba –y es lo que me hacía aguantar, más el hecho de que toda la vida la había pasado trabajando duro desde niño y el
trabajo por penoso que fuese no me asustaba- que este
empleo sería transitorio y que se debía a la mala racha que vino para muchas empresas tras el cambio de régimen
político en el país. Ya buscaría después otro trabajo de representante, más o menos igual al que tuve hasta entonces.
Aunque para mí no fue vocacional aquél empleo, me dediqué a él como si lo hubiese sido, pues era el apoyo de muchos enfermos, tanto físico como moral y allí estuve hasta que el cuerpo aguantó. Hasta que dijo que ya no podía más.
Tras un frenazo brusco del autobús cuando iba a trabajar, me caí y fui a parar bajo un asiento al centro del autobús, desde la parte de atrás que era donde yo iba, agarrado a una barra pues me había preparado para apearme. Nadie me ayudó siquiera a incorporarme, mirándome cual bicho raro. Incluso el conductor me miró a través del retrovisor y me preguntó con sorna que qué me había pasado, a lo que yo le contesté, y de muy mala leche, que si es que no lo veía, así como no había visto al coche por el que tuvo que dar el frenazo, y como no vio que los que íbamos dentro éramos personas.
Cuando pude llegar al hospital, bajando y subiendo escaleras del metro como un inválido y echando en falta las antiguas barandillas, andando lentamente, bajando y subiendo trabajosamente los rebajes de las aceras como si fuesen rampas de garaje, me dirigí a urgencias directamente.
El traumatólogo de empresa –el doctor Riquelme por aquél entonces- me propuso para cambio de funciones debido al mal estado en que estaban mis huesos; en especial las articulaciones de las cabezas de fémures, la pelvis y la columna vertebral.
El cambio tardó en llegar casi tres años. Más que nada debido a la inquina que me tenía cogida el inspector, pues era del que dependíamos los “sanitarios” –celadores, camilleros o personal subalterno en otros hospitales,- debida a mis inquietudes sindicalistas con las cuales no estaba muy de acuerdo “porque quería revolucionar” un sector que a él le gustaba tenerle más a su “servilismo” que al servicio de los pacientes. Por ello y porque yo no era de los que “le daban el gorrazo” cuando él pasaba por delante y porque no quise quitarme la perilla, pues no le gustaban los “barbudos”, en varias ocasiones que hubo oportunidad me quedé sin el puesto de conserje. No solo no me afeité la perilla, sino que tuvo que soportarme con barba completa. “ ¡No quieres caldo, pues toma tres tazas!”.
Cuando al fin me dieron un puesto de portero en el pabellón infantil, pensé que se habían terminado los dolores que sufría por el trabajo. ¡Cuán equivocado estaba! Las agresiones de las visitas, y no me refiero solo a las verbales que eran las más abundantes, terminaban en la comisaría de policía para interponer la correspondiente denuncia, tras pasar por el servicio de urgencias para reconocimiento y redacción del pertinente parte de lesiones producidas por las agresiones físicas.
La transitoriedad en la que yo pensaba al principio –tan solo unos meses- en realidad fue de quince años.
AdriPozuelo (A. M. A.)