He estado repasando escritos anteriores, porque me acordé que los relatos del colegio no los, Literatura

He estado repasando escritos anteriores, porque me acordé que los relatos del colegio no los había terminado de subir aquí. Y me he acordado al leer lo que me dices, Juan (libertad), de ir poniendo aquí fotos de Valfermoso, que también se me había olvidado de mandarte.
Las fotos fue por despiste, pues creía que te las había mandado al estar por hacerlo en más de una ocasión, en cambio lo de los relatos fue porque por aquellas fechas, poco después de la visita al pueblo, por culpa de alguien de los que por aquí, por otro de los subforos, políticos en general, te tiran piedras y luego esconden la mano, o sea, te insultan porque no están de acuerdo con lo que escribes y si les respondes te vetan, como si fuese uno el culpable y no ellos, como intolerables e intransigentes que son.
Cuando pude escribir de nuevo ya ni me acordaba de los escritos y he ido dejando otros, así que reanudo de nuevo las crónicas escolares.
El último, por si es que queréis seguir el hilo, los que queráis leerlos, está unas páginas atrás, con fecha del 16/9/2012 a las 21:23

ME ACUERDO DE... (continuación)

No sé qué puesto ocupaba yo en la fila, por la mitad quizás, de unos catorce o quince que éramos los que fuimos a correr, cuando vi que el primero, pasado un paso más adelante de la puerta, recibía un correazo suave en la espalda. Era el número uno, que no sé si vendría de los servicios, pero se plantó delante de todos los que habíamos hecho “la Maratón”.

Según fuese más o menos "bien visto" por el profe, recibía el golpe más fuerte o más flojo. A unos les daba en la espalda, a otros en el trasero y a otros en las piernas, pues: ¡Debéis tenerlas fuertes! Decía el inquisidor, según descargaba el golpe.

Cuando me tocó el turno ya iba preparado, pues me esperaba el latigazo más fuerte y en cualquier sitio, a tenor de lo que llevaba visto. Como vi cómo pegaba a los otros compañeros, aunque más hacia arriba del trasero que hacia abajo, creí que me daría en el culo o lo más alto en la espalda, pero no pensé que fuese a hacerlo tan arriba, en la cara. Yo era un Varea –con uve- y los Varea no estábamos bien vistos, ni bien mirados por los profes, y menos aún por aquél, pues lo suyo pasaba de odio o inquina.

Sentí como si me hubiese dado, más que un golpe, que me hubiese aplicado un hierro candente. Ya me había quemado yo alguna vez y sabía lo que se sentía; solamente calor, mucho calor, después venía el dolor.

Sentí que ascendía, que me separaba del suelo y que la clase se quedaba a oscuras, encendiéndose dentro de mi cabeza un montón de lucecitas, al tiempo que en el oído izquierdo comencé a oír un pitido cada vez más agudo y a sentir que perdía la audición, aunque esto lo sentí también en el derecho. Lo que en realidad ocurrió, es que me estaba cayendo al suelo.

El golpe dado, o la forma de aplicarlo, necesita de una ligera aclaración, ya que el maestro se encontraba detrás de la puerta y a nuestra derecha según íbamos entrando. Nos veía a cada uno individualmente, cuando pasábamos ante la rendija que quedaba entre la puerta y su cerco.

Posicionados ambos de aquella manera, el golpe tendría que haberlo recibido en el lado derecho de la cara, o como esperaba yo, al ver cómo daba a mis compañeros, me vendría de ese lado hacia la izquierda, tanto si me daba en el culo como en la espalda o en las piernas.

Lo que no me esperaba es que la correa viniese de abajo arriba, de izquierda a derecha y de delante de mí hacia la cara, aunque él estuviese a mi derecha. Y es que el muy bruto lo que quería era cruzarme la cara con el zurriago “automovilístico”, salido de su caletre de mala leche, pues así era todo lo que salía de su luminaria inventiva en materia de castigos y aún de picardías y picaresca. Creo que con esta descripción se harán una idea de la trayectoria del “brazo exterminador” de aquél cafre.

Me ayudaron mis compañeros a levantarme, acompañándome hasta mi pupitre, donde me senté con la mano en la cara, tapándome el carrillo y la mandíbula que era donde había recibido el zurriagazo, notando que me ardía cada vez más.

Al sentarme, comenzó a desaparecer la oscuridad en mis ojos, o la clarividencia se iba haciendo en ellos, y el pitido de mis oídos se trasformó en zumbido, haciéndome sentir un bulto opresor en el paladar. La herida iba desde el mentón hasta la oreja, por el lado izquierdo de la cara.

Desde mi sitio, veía borrosos a mis compañeros como seguían pasando y como les atizaba siguiendo el mismo albedrío que antes de pasar yo. Después, mis compañeros me dijeron que a nuestro amigo Meco –Manolo, Manuel Meco se llamaba- también le dio fuerte en la espalda, aunque trató de pasar agachado, pero como don Vicente le vio por la rendija entre la puerta y el cerco, ya estaba prevenido y en vez de un latigazo le sirvió tres del ala. Por supuesto, también descargó los golpes con fuerza, de tal forma que le dejó tres rayas rojas en la espalda, yéndole de lado a lado la trayectoria

Al rato de estar todos sentados, me sentí húmedas las manos, me las miré y vi que las tenía manchadas de sangre. Un compasivo compañero se lo dijo al maestro. - ¡Don Vicente, “el Varea” está echando sangre! - ¡Eso es bueno, así se le va un poco de la mala que tiene! Fue la contestación de aquél energúmeno.

Aquello me dolió casi tal cual el golpe. - ¡Cuando llegue a casa que le lave su madre! Apostilló, dando a entender, o dándolo por sentado –que fue cómo me quedé-, que no iba a dejarme ir a los lavabos a lavarme la herida.

Esta fue pasando por toda la gama de colores en los días sucesivos, llegando a inflamarse de tal forma que parecía que tenía paperas. Con el ojo izquierdo apenas veía, ya que se me inflamaron también los pómulos y los párpados.