NOCHE DE INVIERNO
Desató y descargó los troncos del lomo de la burra. Los llevó junto con el hacha al obraje, se quitó las botas de embarradas suelas, cubiertas de helada nieve y se puso las alpargatas de uso interior. Sacudió la nieve de la zamarra y la piel que tapara los troncos y entró en la casa por la medianera que comunicaba esta con la leñera del taller.
Se encaminó hacia el llar bajo donde crepitaban unos troncos, en lo que se deshacía de las manoplas que le protegieran las manos del frío de la montaña, colgando estas y la zamarra en sendas alcayatas a cada lado de la chimenea.
Al pasar junto a la cuna de madera, elaborada por él mismo, la cual tenían preparada para el retoño que pronto nacería, la sacudió hacia un lado dejándola bambolearse sobre sus patas abarquilladas.
Se detuvo junto a la mecedora donde se encontraba su mujer tejiendo una diminuta prenda de lana y la besó al tiempo que acariciaba su abultado vientre, interesándose por su estado, en cómo había pasado el día. La mujer correspondió al beso y la caricia con sonrisa agradecida, al tiempo que se llevaba una mano a la cara a causa de la sensación producida por el roce de la espesa barba de él.
Llegándose al hogar, retiró el puchero de barro del brocal y lo depositó sobre la mesa. Se hizo con una rústica cuchara de madera y sentándose en una silla se dispuso a dar cuenta de las sopas de pan.
La cuarta cucharada quedó suspendida en el aire. La mujer, tras emitir un quejumbroso lamento, se estiraba en su asiento debido al fuerte dolor que soportaba. Los dolores eran más seguidos. El momento había llegado, corroborándolo así el cálido caudal que se deslizaba por sus piernas.
Soportando la ventisca, apartando la nieve de la cara, el hombre caminaba ladera abajo con la rienda de la burra en la mano. La mujer, a través del embozo que la protegía, murmuró que no podía más, que no aguantaría así las dos leguas que les separaban del pueblo. Se detuvo ante la primera boyera que encontró próxima al carril, ayudó a la parturienta a apearse de la burra y encamináronse ambos al interior.
Acomodó a la mujer sobre la piel que la protegiera del frío en el camino, extendida sobre unas pajas junto al pesebre donde rumiaba un indolente buey. Encendió un buen fuego y se dispuso a ayudar a la mujer en lo que pudiera necesitar.
En cuclillas como estaba, vio como una estrella fugaz describía una blanca estela en la noche, en su caída hacia el oscuro horizonte. Antes de que desapareciera tras de él, cerró los párpados y pidió un deseo.
El llanto del retoño le hizo volver a la realidad. Desechó de su mente el mal presentimiento, quedándose con el regusto del más placentero de los dos que vislumbrase, más el regusto de ser padre.
Al tiempo que interrogaba a la mujer sobre el nombre que llevaría el niño: -Mariana, ¿qué nombre le pondremos?
El frío húmedo de la noche, o la emoción, le provocó un estornudo.
La mujer dijo: ¡Jesús!
AdriPozuelo (A. M. A.)
Desató y descargó los troncos del lomo de la burra. Los llevó junto con el hacha al obraje, se quitó las botas de embarradas suelas, cubiertas de helada nieve y se puso las alpargatas de uso interior. Sacudió la nieve de la zamarra y la piel que tapara los troncos y entró en la casa por la medianera que comunicaba esta con la leñera del taller.
Se encaminó hacia el llar bajo donde crepitaban unos troncos, en lo que se deshacía de las manoplas que le protegieran las manos del frío de la montaña, colgando estas y la zamarra en sendas alcayatas a cada lado de la chimenea.
Al pasar junto a la cuna de madera, elaborada por él mismo, la cual tenían preparada para el retoño que pronto nacería, la sacudió hacia un lado dejándola bambolearse sobre sus patas abarquilladas.
Se detuvo junto a la mecedora donde se encontraba su mujer tejiendo una diminuta prenda de lana y la besó al tiempo que acariciaba su abultado vientre, interesándose por su estado, en cómo había pasado el día. La mujer correspondió al beso y la caricia con sonrisa agradecida, al tiempo que se llevaba una mano a la cara a causa de la sensación producida por el roce de la espesa barba de él.
Llegándose al hogar, retiró el puchero de barro del brocal y lo depositó sobre la mesa. Se hizo con una rústica cuchara de madera y sentándose en una silla se dispuso a dar cuenta de las sopas de pan.
La cuarta cucharada quedó suspendida en el aire. La mujer, tras emitir un quejumbroso lamento, se estiraba en su asiento debido al fuerte dolor que soportaba. Los dolores eran más seguidos. El momento había llegado, corroborándolo así el cálido caudal que se deslizaba por sus piernas.
Soportando la ventisca, apartando la nieve de la cara, el hombre caminaba ladera abajo con la rienda de la burra en la mano. La mujer, a través del embozo que la protegía, murmuró que no podía más, que no aguantaría así las dos leguas que les separaban del pueblo. Se detuvo ante la primera boyera que encontró próxima al carril, ayudó a la parturienta a apearse de la burra y encamináronse ambos al interior.
Acomodó a la mujer sobre la piel que la protegiera del frío en el camino, extendida sobre unas pajas junto al pesebre donde rumiaba un indolente buey. Encendió un buen fuego y se dispuso a ayudar a la mujer en lo que pudiera necesitar.
En cuclillas como estaba, vio como una estrella fugaz describía una blanca estela en la noche, en su caída hacia el oscuro horizonte. Antes de que desapareciera tras de él, cerró los párpados y pidió un deseo.
El llanto del retoño le hizo volver a la realidad. Desechó de su mente el mal presentimiento, quedándose con el regusto del más placentero de los dos que vislumbrase, más el regusto de ser padre.
Al tiempo que interrogaba a la mujer sobre el nombre que llevaría el niño: -Mariana, ¿qué nombre le pondremos?
El frío húmedo de la noche, o la emoción, le provocó un estornudo.
La mujer dijo: ¡Jesús!
AdriPozuelo (A. M. A.)