APARCANDO EL “Mini” 1ª parte
Aparqué el “Mini” justo delante de la puerta, como hacía todos los sábados y días festivos, ya que había muchos espacios de aparcamiento vacíos esos días. Miré el reloj y marcaba las siete y diez. Por tanto tenía por delante cuarenta minutos para dedicarlos a lo que quisiera, antes de entrar a trabajar a las ocho. Normalmente me quedaba en el coche a leer un ratito.
Había salido de casa a las siete menos veinte y en tan solo media hora había recorrido el trayecto de 30 km que había hasta aquí. Este trayecto entre semana podía llevar de hora y cuarto a hora y media el recorrerlo, debido a los atascos que se formaban en la carretera. ¡Y eso si no surgía un imprevisto como podía ser un accidente! pues entonces se tardaba mucho más y llegaba bastante tarde al trabajo.
Por esta causa, más el gasto que me suponía el consumo de gasolina, la cual subía como la espuma de semana en semana, me hicieron desistir de usar el coche propio entre semana, usándolo tan solo los días festivos y los sábados, a costa de sufrir lo indecible en mis huesos, por causa de los traqueteos, paradas y arrancadas bruscas, así como empujones y apretones que conlleva el uso del transporte público, más las subidas y bajadas de tantas escaleras si tomaba el tren como el metro.
Faltando diez minutos para la hora de comenzar a trabajar, dejaba la lectura, entraba en el hospital, fichaba y me cambiaba la ropa de calle por el clásico uniforme de color verde. Uniforme que algunos denominaban “pijama” y que para mí era un mal nombre dado, ya que nos lo poníamos para trabajar y no precisamente para dormir.
Subía a la planta donde desarrollaba mi trabajo, el servicio de Endocrinología y me presentaba a la enfermera. Si no había novedad, lo primero que hacía era revisar las botellas o “balas” de oxígeno, por si me hubiesen dejado alguna vacía y la tuviese que reponer, ya que cada cual se escaqueaba de reponerlas y nos tocaba a los más “pringaos” hacerlo. Tras la revisión y reposición posible de alguna botella, preparaba el carrito con la ropa limpia de cama, pijamas y camisones para las enfermas y los enfermos ingresados.
Una vez hecho esto, las auxiliares y yo nos disponíamos a ir habitación por habitación, levantando a los enfermos que se les podía levantar -los que podían hacerlo solos ya lo habían hecho-, los lavábamos y los cambiábamos de ropa a ellos y a sus camas. Lavábamos en la cama a los que no se les podía, o no se debía levantar, e igualmente les cambiábamos las ropas usadas por limpias. De paso comprobábamos el estado de las botellas de oxígeno que estaban usando los enfermos que lo necesitaban y yo apuntaba en una libreta el estado de cada una para hacerme el cálculo de a qué hora habría que cambiarlas.
Cuando la camarera les traía los desayunos, ayudábamos a los que estaban sentados como a los encamados, arrimándoles la mesita con ruedas a la cama o al sillón, con la bandeja correspondiente de su desayuno. A quien no podía valerse por sí mismo y no tenía acompañante, se lo dábamos cualquiera de nosotros, las auxiliares o yo, ya que las enfermeras, exceptuando sor Adela, no les daban de comer, salvo raras excepciones.
Las ATS, o los ATS que también los había ya entonces en el hospital, hacían las curas y daban la medicación, junto con nuevas instrucciones si las había, a los enfermos o a los familiares acompañantes de aquellos, si es que los necesitaban. Algunos tenían acompañante porque ellos lo pidiesen- y solo por el hecho de tener un familiar junto a ellos, como el familiar por placer de estar al lado del enfermo.
Estos acompañantes en muchas ocasiones eran un estorbo para nosotros, al igual que para los enfermos, porque no sabían cómo atenderlos, o les daba “el no sé qué” como ellos mismos declaraban en ocasiones. No hacían más que darles “el tostón”, nos decían algunos de estos enfermos cuando al familiar lo invitábamos a salir de la habitación, pues teníamos que lavarlos y “cambiar las camas”. También se les hacía salir al pasillo cuando el médico entraba a la habitación para hacer la visita a los ingresados.
No nos explicábamos cómo se las arreglaban muchos familiares de ingresados, que no necesitaban un acompañante, para que el médico les firmase un informe que ellos se procuraban cambiar en administración por un pase de permanencia. Había, sobre todo matrimonios de mediana edad y mayores, que casi “montaban la tienda” –como nosotros decíamos- en la habitación. Lo que molestaba sobre manera a los otros enfermos y acompañantes, pues llegaba un momento que por su larga estancia, hacían de su capa un sayo y “ ¡aquí me las den todas!”. Los había, y aunque esto pueda parecer exagerado o un cuento es cierto, que hasta tenían un infiernillo eléctrico en la habitación, para calentar los guisos que se traían de casa. Lo que representaba un peligro para el enfermo y una negligencia en extremo, ya que en este caso se trataba del servicio de Endocrinología y la mayoría de los ingresados llevaban un régimen, siendo en muchos casos muy estrictos.
Algunas veces cuando me incorporaba a la planta, si me decían que había novedad al llegar, esta no podía ser nada más que triste y penosa, pues se trataba de bajar de la planta el cadáver de algún enfermo que hubiese fallecido a última hora del turno anterior. Podía darse el caso que por haber sido cerca del cambio de turno, el médico de guardia no hubiese subido a corroborar y certificar el óbito. Como también podía ser, que aun habiendo asistido al paciente y haber estado presente en el exitus letalis y aunque lo hubiese firmado en el historial médico del paciente, no hubiese dado tiempo a bajarlo al cuarto mortuorio donde se les dejaba, en espera del furgón que habría de llevarles al depósito de cadáveres donde se encontraban las cámaras frigoríficas y los velatorios, en el pabellón de Anatomía Patológica.
Tanto si el fallecido estaba en un sitio como en otro, esto es, en la planta o en el cuarto mortuorio por haberlo bajado ya el del turno anterior, tenía que llamar por teléfono al Parque Móvil para que bajase el furgón y así poder efectuar el traslado. Cuando llegaba, yo ya estaba esperándolo en compañía de otro compañero del servicio de ambulancias que eran los que nos ayudaban a subirlo al vehículo cerrado.
Si el cuerpo era de masa corporal normal, entre los dos cogíamos el cadáver y desde la cama lo pasábamos a la bandeja que ya habíamos colocado junto a esta, reposando en sus patas y separada del suelo unos diez centímetros. Yo me colocaba en el frente, a los pies, pues los compañeros me hacían ese favor, ya que en teoría el peso era menor en ese lado, flexionaba las piernas y me agachaba en cuclillas.
Asía los asas de la bandeja que quedaba tras de mí y tanteaba, sopesando el esfuerzo que tendría que hacer, ya que debido a mi enfermedad en los huesos no debería de hacer esfuerzos ni movimientos bruscos, ni coger peso excesivo, pero como no había más remedio, me las tenía que arreglar como podía. La subíamos con una pequeña dificultad por mi parte –de no pesar poco, siempre me trastabillaban las piernas- y nos encaminábamos hacia el furgón que esperaba en la calle con las puertas abiertas, una vez que yo había conseguido encauzar mis pasos.
Al llegar a la trasera del vehículo, tenía que apoyar una de las asas de la “bandeja” en el plano, el cual quedaba justo a la altura de mis manos estando de pie, y me tenía que dar la vuelta sin soltar el otro asa, en lo que el compañero que tenía asidas las de la cabecera y empujaba la bandeja contra el furgón para que la carga no cayese al suelo. Me colocaba en un lateral y asía la bandeja con una mano hacia adelante y la otra hacia detrás, a lo largo de barra lateral. Cuando la tenía bien sujeta, las piernas bien firmes y los pies bien fijos en el suelo, el compañero se ponía en el otro lado sin dejar de sujetar la bandeja. Así, bien sujeta por ambos laterales, la encarrilábamos en su sitio sin haber tenido problemas, ya que con un peso medio más o menos me defendía bien en los giros, sobre todo al estar ya en pie y el cuerpo recto.
Si la masa corporal excedía de lo normal, teníamos que hacer el trabajo entre tres e incluso entre cuatro; en pocas entre cinco, pero también se daba el caso, pues si era un cuerpo pesado, un “peso pesado”, se necesitaba de un quinto para ayudar en los giros, lo mismo que para levantarlo, porque era como levantarlo desde el suelo, ya que los diez centímetros de las patas no quiere decir que el cuerpo se encontrase a esa altura, pues la bandeja era cóncava y por el centro de la parte convexa quedaba a dos del suelo.
Continuará
Aparqué el “Mini” justo delante de la puerta, como hacía todos los sábados y días festivos, ya que había muchos espacios de aparcamiento vacíos esos días. Miré el reloj y marcaba las siete y diez. Por tanto tenía por delante cuarenta minutos para dedicarlos a lo que quisiera, antes de entrar a trabajar a las ocho. Normalmente me quedaba en el coche a leer un ratito.
Había salido de casa a las siete menos veinte y en tan solo media hora había recorrido el trayecto de 30 km que había hasta aquí. Este trayecto entre semana podía llevar de hora y cuarto a hora y media el recorrerlo, debido a los atascos que se formaban en la carretera. ¡Y eso si no surgía un imprevisto como podía ser un accidente! pues entonces se tardaba mucho más y llegaba bastante tarde al trabajo.
Por esta causa, más el gasto que me suponía el consumo de gasolina, la cual subía como la espuma de semana en semana, me hicieron desistir de usar el coche propio entre semana, usándolo tan solo los días festivos y los sábados, a costa de sufrir lo indecible en mis huesos, por causa de los traqueteos, paradas y arrancadas bruscas, así como empujones y apretones que conlleva el uso del transporte público, más las subidas y bajadas de tantas escaleras si tomaba el tren como el metro.
Faltando diez minutos para la hora de comenzar a trabajar, dejaba la lectura, entraba en el hospital, fichaba y me cambiaba la ropa de calle por el clásico uniforme de color verde. Uniforme que algunos denominaban “pijama” y que para mí era un mal nombre dado, ya que nos lo poníamos para trabajar y no precisamente para dormir.
Subía a la planta donde desarrollaba mi trabajo, el servicio de Endocrinología y me presentaba a la enfermera. Si no había novedad, lo primero que hacía era revisar las botellas o “balas” de oxígeno, por si me hubiesen dejado alguna vacía y la tuviese que reponer, ya que cada cual se escaqueaba de reponerlas y nos tocaba a los más “pringaos” hacerlo. Tras la revisión y reposición posible de alguna botella, preparaba el carrito con la ropa limpia de cama, pijamas y camisones para las enfermas y los enfermos ingresados.
Una vez hecho esto, las auxiliares y yo nos disponíamos a ir habitación por habitación, levantando a los enfermos que se les podía levantar -los que podían hacerlo solos ya lo habían hecho-, los lavábamos y los cambiábamos de ropa a ellos y a sus camas. Lavábamos en la cama a los que no se les podía, o no se debía levantar, e igualmente les cambiábamos las ropas usadas por limpias. De paso comprobábamos el estado de las botellas de oxígeno que estaban usando los enfermos que lo necesitaban y yo apuntaba en una libreta el estado de cada una para hacerme el cálculo de a qué hora habría que cambiarlas.
Cuando la camarera les traía los desayunos, ayudábamos a los que estaban sentados como a los encamados, arrimándoles la mesita con ruedas a la cama o al sillón, con la bandeja correspondiente de su desayuno. A quien no podía valerse por sí mismo y no tenía acompañante, se lo dábamos cualquiera de nosotros, las auxiliares o yo, ya que las enfermeras, exceptuando sor Adela, no les daban de comer, salvo raras excepciones.
Las ATS, o los ATS que también los había ya entonces en el hospital, hacían las curas y daban la medicación, junto con nuevas instrucciones si las había, a los enfermos o a los familiares acompañantes de aquellos, si es que los necesitaban. Algunos tenían acompañante porque ellos lo pidiesen- y solo por el hecho de tener un familiar junto a ellos, como el familiar por placer de estar al lado del enfermo.
Estos acompañantes en muchas ocasiones eran un estorbo para nosotros, al igual que para los enfermos, porque no sabían cómo atenderlos, o les daba “el no sé qué” como ellos mismos declaraban en ocasiones. No hacían más que darles “el tostón”, nos decían algunos de estos enfermos cuando al familiar lo invitábamos a salir de la habitación, pues teníamos que lavarlos y “cambiar las camas”. También se les hacía salir al pasillo cuando el médico entraba a la habitación para hacer la visita a los ingresados.
No nos explicábamos cómo se las arreglaban muchos familiares de ingresados, que no necesitaban un acompañante, para que el médico les firmase un informe que ellos se procuraban cambiar en administración por un pase de permanencia. Había, sobre todo matrimonios de mediana edad y mayores, que casi “montaban la tienda” –como nosotros decíamos- en la habitación. Lo que molestaba sobre manera a los otros enfermos y acompañantes, pues llegaba un momento que por su larga estancia, hacían de su capa un sayo y “ ¡aquí me las den todas!”. Los había, y aunque esto pueda parecer exagerado o un cuento es cierto, que hasta tenían un infiernillo eléctrico en la habitación, para calentar los guisos que se traían de casa. Lo que representaba un peligro para el enfermo y una negligencia en extremo, ya que en este caso se trataba del servicio de Endocrinología y la mayoría de los ingresados llevaban un régimen, siendo en muchos casos muy estrictos.
Algunas veces cuando me incorporaba a la planta, si me decían que había novedad al llegar, esta no podía ser nada más que triste y penosa, pues se trataba de bajar de la planta el cadáver de algún enfermo que hubiese fallecido a última hora del turno anterior. Podía darse el caso que por haber sido cerca del cambio de turno, el médico de guardia no hubiese subido a corroborar y certificar el óbito. Como también podía ser, que aun habiendo asistido al paciente y haber estado presente en el exitus letalis y aunque lo hubiese firmado en el historial médico del paciente, no hubiese dado tiempo a bajarlo al cuarto mortuorio donde se les dejaba, en espera del furgón que habría de llevarles al depósito de cadáveres donde se encontraban las cámaras frigoríficas y los velatorios, en el pabellón de Anatomía Patológica.
Tanto si el fallecido estaba en un sitio como en otro, esto es, en la planta o en el cuarto mortuorio por haberlo bajado ya el del turno anterior, tenía que llamar por teléfono al Parque Móvil para que bajase el furgón y así poder efectuar el traslado. Cuando llegaba, yo ya estaba esperándolo en compañía de otro compañero del servicio de ambulancias que eran los que nos ayudaban a subirlo al vehículo cerrado.
Si el cuerpo era de masa corporal normal, entre los dos cogíamos el cadáver y desde la cama lo pasábamos a la bandeja que ya habíamos colocado junto a esta, reposando en sus patas y separada del suelo unos diez centímetros. Yo me colocaba en el frente, a los pies, pues los compañeros me hacían ese favor, ya que en teoría el peso era menor en ese lado, flexionaba las piernas y me agachaba en cuclillas.
Asía los asas de la bandeja que quedaba tras de mí y tanteaba, sopesando el esfuerzo que tendría que hacer, ya que debido a mi enfermedad en los huesos no debería de hacer esfuerzos ni movimientos bruscos, ni coger peso excesivo, pero como no había más remedio, me las tenía que arreglar como podía. La subíamos con una pequeña dificultad por mi parte –de no pesar poco, siempre me trastabillaban las piernas- y nos encaminábamos hacia el furgón que esperaba en la calle con las puertas abiertas, una vez que yo había conseguido encauzar mis pasos.
Al llegar a la trasera del vehículo, tenía que apoyar una de las asas de la “bandeja” en el plano, el cual quedaba justo a la altura de mis manos estando de pie, y me tenía que dar la vuelta sin soltar el otro asa, en lo que el compañero que tenía asidas las de la cabecera y empujaba la bandeja contra el furgón para que la carga no cayese al suelo. Me colocaba en un lateral y asía la bandeja con una mano hacia adelante y la otra hacia detrás, a lo largo de barra lateral. Cuando la tenía bien sujeta, las piernas bien firmes y los pies bien fijos en el suelo, el compañero se ponía en el otro lado sin dejar de sujetar la bandeja. Así, bien sujeta por ambos laterales, la encarrilábamos en su sitio sin haber tenido problemas, ya que con un peso medio más o menos me defendía bien en los giros, sobre todo al estar ya en pie y el cuerpo recto.
Si la masa corporal excedía de lo normal, teníamos que hacer el trabajo entre tres e incluso entre cuatro; en pocas entre cinco, pero también se daba el caso, pues si era un cuerpo pesado, un “peso pesado”, se necesitaba de un quinto para ayudar en los giros, lo mismo que para levantarlo, porque era como levantarlo desde el suelo, ya que los diez centímetros de las patas no quiere decir que el cuerpo se encontrase a esa altura, pues la bandeja era cóncava y por el centro de la parte convexa quedaba a dos del suelo.
Continuará