Son, (está tan presente) las cuatro de la mañana, quizá un poquito más. Han conseguido despertarme, y ya vestido, con los ojos aun un poco pegados, me veo en la cocina. En la mesa, una botella con orujo arreglado, un poco de chocolate, (dos, cuatro trocitos) y unas galletas. Es la parva, el alimento que se llevan al cuerpo los labradores en el momento de salir a acarrear para la trilla, sirve para alimentar y para despertar los músculos que no han tenido tiempo de descansar, pues la jornada anterior, dura y larga como un día de verano, hace muy pocas horas que terminó.
En la cuadra, los animales ya tienen los arreos puestos y están terminado el pienso que alguien que madrugó más que yo les había echado. Ponemos las cabezadas y cogidos del ramal a la escasa y amarillenta luz de las bombillas que iluminan las calles nos dirigimos a la era; allí enganchar los animales al carro y salir camino del Pajuelo a la luz de las estrellas.
Suena en el silencio de la noche de verano el repiqueteo de los yunques de las ruedas en el tope del eje, y el de estas en los cantos que encontramos en el camino, unos pequeños, otros no tanto, las pisadas de los animales que tiran del carro, algún ulular de búhos, o gritos de lechuzas; es hora de aprovechar para echar un sueñecito en el “acolchado” piso de madera del carro. Envuelto en una manta, con catorce años, esto se consigue sin grandes dificultades.
Quizá habría pasado una media hora pues aún faltaba buen trozo de camino cuando me despertó mi padre!: Mira, mira, despierta, mira que bonito, mira cuantas estrellas, parece que se caiga el cielo! Claro con estas palabras uno se despierta de golpe, y efectivamente, el espectáculo era supremo. En un cielo trasparente, en el que las estrellas se veían bajísimas, espesas y relucientes como muy pocas veces hasta entonces, y después, he podido contemplar, las estrellas fugaces parecían jugar a perseguirse unas a otras, era constante el brillo de las colas que corrían en zigzag, había tantas, que en algunos momentos iluminaban la noche cerrada hasta poder distinguir las cosas a cierta distancia; esta abundancia de estrellas fugaces duró un buen rato, y luego, cuando ya estabas cansado de tanta belleza, distinguí una larga línea de luces que parecía un enorme tren, pero no era tal, si no la carretera, la 601 y los vehículos que por ella circulaban.
Debió ser por estos días, pues mi padre me dijo que aquella lluvia de estrellas eran las lágrimas de San Lorenzo, bueno me lo aderezó con algo más pero no recuerdo el qué.
En estas noches de agosto, cuando miro al cielo, siempre pienso en esa noche de estrellas fugaces, de luz escasa, de cielo oscuro y luz transparente, del fresco de la noche cuando se acerca el día, del aire limpio, el olor de la mies y del cansancio de aquel cuerpo de catorce años que ya no volvió a tener tiempo para jugar, de mi padre y del cariño que me tenía, y de aquel pensamiento de “para otro año se repetirá y podré verlo mejor”, vana ilusión, cada segundo que pasa, no se repite jamás.
En la cuadra, los animales ya tienen los arreos puestos y están terminado el pienso que alguien que madrugó más que yo les había echado. Ponemos las cabezadas y cogidos del ramal a la escasa y amarillenta luz de las bombillas que iluminan las calles nos dirigimos a la era; allí enganchar los animales al carro y salir camino del Pajuelo a la luz de las estrellas.
Suena en el silencio de la noche de verano el repiqueteo de los yunques de las ruedas en el tope del eje, y el de estas en los cantos que encontramos en el camino, unos pequeños, otros no tanto, las pisadas de los animales que tiran del carro, algún ulular de búhos, o gritos de lechuzas; es hora de aprovechar para echar un sueñecito en el “acolchado” piso de madera del carro. Envuelto en una manta, con catorce años, esto se consigue sin grandes dificultades.
Quizá habría pasado una media hora pues aún faltaba buen trozo de camino cuando me despertó mi padre!: Mira, mira, despierta, mira que bonito, mira cuantas estrellas, parece que se caiga el cielo! Claro con estas palabras uno se despierta de golpe, y efectivamente, el espectáculo era supremo. En un cielo trasparente, en el que las estrellas se veían bajísimas, espesas y relucientes como muy pocas veces hasta entonces, y después, he podido contemplar, las estrellas fugaces parecían jugar a perseguirse unas a otras, era constante el brillo de las colas que corrían en zigzag, había tantas, que en algunos momentos iluminaban la noche cerrada hasta poder distinguir las cosas a cierta distancia; esta abundancia de estrellas fugaces duró un buen rato, y luego, cuando ya estabas cansado de tanta belleza, distinguí una larga línea de luces que parecía un enorme tren, pero no era tal, si no la carretera, la 601 y los vehículos que por ella circulaban.
Debió ser por estos días, pues mi padre me dijo que aquella lluvia de estrellas eran las lágrimas de San Lorenzo, bueno me lo aderezó con algo más pero no recuerdo el qué.
En estas noches de agosto, cuando miro al cielo, siempre pienso en esa noche de estrellas fugaces, de luz escasa, de cielo oscuro y luz transparente, del fresco de la noche cuando se acerca el día, del aire limpio, el olor de la mies y del cansancio de aquel cuerpo de catorce años que ya no volvió a tener tiempo para jugar, de mi padre y del cariño que me tenía, y de aquel pensamiento de “para otro año se repetirá y podré verlo mejor”, vana ilusión, cada segundo que pasa, no se repite jamás.