verdeorilla, chando y ventosillano:
vengo leyendo vuestras vivencias en el taxi por este nuestro
Madrid de “nuestros pecados”, que a tantos nos ha formado en la vida; tanto en lo profesional, como en lo particular o de divertimento propio y meramente festivo-juerguista algunas veces, quizás muchas, tanto de noche como de amanecida.
Me encanta
leer y si es en plan anécdotas personales como históricas, me siento, y ya se me puede quedar el culo cuadrado que ni me entero; solo que al levantarme de la silla siento unas agujetas..., peor que cuando me recorría Madrid, y provincia, repartiendo embutidos y conservas en furgoneta; en
navidades las cestas del Gabinete de
Prensa del Ministerio de Agricultura; “haciendo” de taxista esporádico, Madrid Barajas aeropuerto y viceversa, para una agencia de
viajes, o para llevar guiris a Aranjuez, El Escorial y Cuelga Muros (cruz del
Valle de los caídos).
Trabajé en Madrid, por primera vez, en la calle Mayor cuando contaba 15 años y aprendí a moverme por la capital en metro y autobús, como caminando, con una guía callejero en la mano. Todos los días hacía un
viaje a Correos de Cibeles y otro a la estafeta de la estación de Atocha, fijo por las mañanas de 11 a 12, habiendo preparado antes los paquetes correspondientes en el almacén que teníamos en la calle de Santiago nº 1, y antes de eso, nada más “levantar el cierre” en la tienda, fregar el mármol blanco de la entrada con cepillo de raíces y polvos Netol, de aquellos que venía “el bocazas de Netol” dibujado en la etiqueta, con chaleco de mayordomo a rayas.
Después de Correos, tenía que salir a cobrar recibos y facturas de la empresa, a pequeños talleres de reparación de radios y televisores, a los que les servíamos material apropiado para tal actividad, y “desperdigados” por la capital, sobre todo por los barrios del extrarradio. De cuando en cuando también tenía que acudir a por repuestos a Philips, que estaba por entonces en la calle de Tomás Bretón, donde años después se estableció el holding textil de El Corte
Inglés, junto a la estación de Delicias, en funcionamiento por aquellos años. También iba muchos días a Telefunken en la calle de Antonio Lopez, o la prolongación como se le llamaba en esa época, en un polígono industrial que allí había, del que creo que ya no quedan vestigios.
Al leer lo que has puesto de La Ventilla, ventosillano, me ha recordado a cuando tenía que ir allí, aparte de a cobrar recibos, a llevar aparatos electrónicos de medida de precisión, sobre todo osciloscopios –que pesaban más que una noche indigesta por fabes-, a un taller modesto, pequeño, que estaba establecido en el primer piso de uno de aquellos bloques del barrio. Lo que no recuerdo es el nombre de la calle ni el del taller, pero es que la memoria no da como para tener retentiva de tantos nombres y direcciones que uno ha tenido que tratar a lo largo de tantos años y por tantos sitios, tanto de la capital como de provincia.
Este trayecto lo tenía que hacer en metro y autobuses, ya que, según la cajera de la tienda, la empresa no pagaba taxis a los mozos para trasladarse por Madrid, que “como tenía buenas piernas –para esto, yo, aunque las de ella también eran de buen merecer- pues que en el coche de
San Fernando y que andandito se hace el camino”.
Durante ese
trabajo, pues ya me las arreglaba yo, de una u otra forma, para que pagase el taxi sin enterarse, tomé varios, o necesité del servicio de los taxistas muchas veces. Unas por aquello de mi arreglo particular, y otras porque era necesario, ya que las “cajas” (los muebles y chasis) de televisores, más sus componentes que mandábamos a provincias a través de agencia de transportes, no podía llevarlos tanto en el metro como en autobús, aunque era tan solo una caja, grande eso sí. Cuando no era así, llamaban al pequeño trasportista de la “dos caballos”, que de ordinario nos hacía el servicio cuando eran dos o más bultos grandes, más unos cuantos pequeños los que había que facturar, tanto en Renfe, como en agencia, siendo una de ellas la “Boj el Rayo”.
Después trabajé de mecánico en un pequeño taller que había en el interior del Garaje del Barco, en el nº 1 de la calle homónima, donde acudían muchos taxistas a reparar su coche, como otros solamente por echar una parrafada con mi jefe, el señor Ángel, pues al parecer había sido mecánico en un taller donde acudían los taxistas a reparar, antes de establecerse allí por su cuenta. También el yerno de este “cascarrabias” era taxista, al que no soportaba muy bien el suegro; claro que a él no lo soportaba tampoco el otro, ni su
mujer ni su hija, como yo creo que ni él mismo se soportaba del mal genio que tenía.
De los dos empleados que tenía el garaje, Federico –Fede para los
amigos- y Enrique, eran a cual mejor persona. Los dos me enseñaron a conducir y cuando ya era yo repartidor en plaza, con furgoneta por los
madriles, un día me encontré a Enrique conduciendo un taxi (Calle Meléndez Valdés, esquina a Calvo Asensio). Paramos y charlamos un rato sobre nuestras vidas hasta ese momento, recomendándome que me “metiese a taxista” si quería ganar dinero: “tendrás que trabajar, eso sí, pero se gana dinero -me dijo- y sino, mira yo, que tengo ya siete hijos y una mujer y vivimos bien y además, en un piso propio en el Barrio del Pilar. Claro que trabajo desde primera hora de la tarde hasta la mañana siguiente". ¿Y aun te quedan fuerzas para lo "otro"? le dije yo. Este era –o es- un valenciano muy “salao”, bonachón, “cachondo” y puedo decir que fue mi maestro en lo del volante, aunque el otro también pusiese de su parte en ello, pero es que Enrique era otra cosa; conmigo fue muy pacienzudo al enseñarme a conducir -además de otras cosas de la vida, ya que yo aun era un chaval- y sobre todo a aparcar sin rozar un coche entre columnas, de las que había muchas en aquél garaje.
En aquel entonces yo estaba casi recién casado como quien dice, tan solo tenía una hija y esta nació a los nueve meses de habernos casado, pero con el correr del tiempo, el cual bien aproveché, llegué a tener siete hijos también, habiendo sido todos, unos en mayor medida que otros, artistas de cine, teatro y televisión.
Al pasar los años, tanto por necesitar del servicio, como por mi trabajo repartiendo por Madrid, como más tarde por representante, o agente de ventas, tanto como por dedicarnos mi
familia al, llamémosle espectáculo, he tenido que relacionarme con el mundo del taxi. Tanto para acudir a los estudios de rodaje, como para traslado de material, siempre “ha habido un taxista en mi vida”. No puedo decir que tenga para contar anécdotas de taxista, pero sí que tengo vividas muchas con taxistas, tanto de mi Madrid, como de
Cádiz,
Sevilla,
Barcelona,
Huelva,
Galicia,
Portugal,
Cuenca, y un largo etcétera, de ciudades. Gente buena -aunque alguno habrá con mala leche, como en todos los
trabajos-, amables y serviciales –lo que no es lo mismo que serviles- y siempre dispuestos a “echar una mano” cuando hace falta.
A muchos de los artistas que habéis nombrado, los conozco en persona. Y qué voy a decir de José Luis Coll, que lo he tratado bastante; mi hijo, uno de ellos, fue coprotagonista de la película “El hermano bastardo de dios”, actuando otros dos más en ella, que como sabréis trataba de la vida de Coll, allá en cuenca, de donde era nativo, junto a Paco Rabal, Asunción Balaguer y otros. Uno de mis hijos, el “Pepe Luis” de la película, y yo acompañándole, estuvimos en un programa que presentaba Coll en T5, ya que él lo llamó para entrevistarlo como niño artista que había “trabajado” ya en muchos papeles. A mi hijo lo llamaba “yo de pequeño”.
Bueno, que “se me calienta el dedo” y no paro.
Saludos. Gratos saludos y sinceros para los taxistas y los que no lo son, pero sobre todo para los que sienten “ese” Madrid muy dentro, pues al parecer, y por lo leído y escrito, nos ha enseñado a vivir a muchos.