¡Ah, claro! Así sí, con esa pista como para no dar con él. ¿No es el establecimiento de la foto? Juraría que sí.
Ante el escaparate me paraba tanto al ir a coger el metro -salida, o entrada a Mayor- como cuando regresaba a la tienda. Era todo un placer aspirar y deleitarse con los olores que subían de la cocina por los respiraderos a ras del suelo, que estaban por debajo de los escaparates. Solía haber tanta gente en la acera como dentro del local.
Lo que más me compraba eran pepitos fritos y de chocolate, los postres de piñones y los borrachos.
Yo tenía un vecino (el señor "Paco") en Pozuelo que les servía los huevos frescos y además era paisano de los dueños. Todas las mañanas, hasta pocos días antes de morir, pasaba por delante de mi casa con dos cajones de madera, en los que llevaba quince docenas de huevos en cada uno, en dirección a la estación del tren. Cerca del medio día volvía con ellos vacíos y a mitad del camino, desde la estación hasta su casa, o sea, ante la mía, se sentaba en uno de los poyos de piedra que había a cada lado de la puerta y descansaba un ratito, en lo que se echaba unos tragos de agua fresca del botijo. Reponía el resuello y "pa casa".
¡Jo! No han pasado años desde entonces. ¡Qué tiempos!
Ante el escaparate me paraba tanto al ir a coger el metro -salida, o entrada a Mayor- como cuando regresaba a la tienda. Era todo un placer aspirar y deleitarse con los olores que subían de la cocina por los respiraderos a ras del suelo, que estaban por debajo de los escaparates. Solía haber tanta gente en la acera como dentro del local.
Lo que más me compraba eran pepitos fritos y de chocolate, los postres de piñones y los borrachos.
Yo tenía un vecino (el señor "Paco") en Pozuelo que les servía los huevos frescos y además era paisano de los dueños. Todas las mañanas, hasta pocos días antes de morir, pasaba por delante de mi casa con dos cajones de madera, en los que llevaba quince docenas de huevos en cada uno, en dirección a la estación del tren. Cerca del medio día volvía con ellos vacíos y a mitad del camino, desde la estación hasta su casa, o sea, ante la mía, se sentaba en uno de los poyos de piedra que había a cada lado de la puerta y descansaba un ratito, en lo que se echaba unos tragos de agua fresca del botijo. Reponía el resuello y "pa casa".
¡Jo! No han pasado años desde entonces. ¡Qué tiempos!