DESCUBRIENDO MADRID (III) Continuación...

DESCUBRIENDO MADRID (III) Continuación

Qué cruz señor –en expresión muy usada por mi abuela-, hay que ver la de accidentes que ocurrían por estas negligencias y otras parecidas. ¡Mira que dejar en manos de los niños estos cometidos! Como la que le ocurrió a un vecino mío llamado Jesús y que debido a que tenía la mayor parte de la cara quemada, a un compañero de colegio le dio por llamarle “carachota”; por lo que se quedó con aquel mote y todos le conocieron en adelante por Jesús “el carachota”. Se acostumbró de tal forma al mote, que cuando le llamábamos no decíamos el nombre, sino “carachota” para esto, para aquello y lo de más allá, y no se molestaba. Hasta el maestro le llamaba así, pero eso sí que le molestaba, ya que don Vicente se lo decía con recochineo, pues el dómine se las traía en lo tocante a vejarte en cualquier ocasión que se le presentase.

Él, “carachota”, lo primero que hizo fue ir a comprobar si la estufa estaba aún caliente y no tuvo mejor ocurrencia que aproximar la cara a la parte exterior. ¡Y toma que si estaba caliente, hasta quemaba! Como había visto que sus mayores aproximaban la mano, o incluso la cara y a él le venía alta la placa, creyó más conveniente arrimar la cara a la pared exterior de hierro fundido, ya que le venía bien con solo inclinarse un poco. Se resbaló o tropezó, pues no sabía ni él mismo lo que fue, y el recuerdo se le quedó para siempre grabado en el rostro, además de en la memoria. Al menos así es como él nos lo contaba cuando le conocimos, teniendo ya 10 años y llevando 5 con la quemadura en la cara.

Bajamos del tren de cercanías a un andén concurrido y bullicioso pues aunque había varios para estas líneas, en el que nosotros viajábamos había estacionado en el andén que daba a los de largo recorrido; los de los trenes grandes. Los bonitos y largos como les llamábamos, pues se componían de varios coches de distintos colores, aunque en verdad solían ser tres: verdes, azul oscuro y marrón claro o beige otros. Eso sí, casi todos ellos llevaban dorados, sobre todo los escudos de las compañías, y letras pintadas en amarillo. En alguna ocasión vi un vagón de color rojo, pero no pertenecía a alguna de las compañías a las que pertenecían los otros, a tenor del tipo de letras que llevaba escritas. No recuerdo si eran caracteres árabes o no, pero por ahí iría la cosa, o al menos eso creía yo años después, cuando aún no sabía distinguir aquellos caracteres.

El tren que nos había traído hasta aquí no me gustaba como iba pintado. La verdad, es que todos los trenes de cercanías iban pintados de color marrón en su mitad inferior y de color beige en la superior. Los colores no es que fuesen muy feos, al menos el beige, pero bueno, colores son colores y hay para todos los gustos. En cambio, por dentro los coches ya no eran todos iguales. Unos tenían asientos corridos, tapizados en imitación de cuero de color burdeos o marrón. Estos eran los de 3ª clase, que es en la que subíamos nosotros por ser más barato el billete. Otros los tenían tapizados en azul y con los clásicos paños blancos de encaje para reposar la cabeza; eran los de 2ª clase y llevaban reposabrazos dividiendo las plazas de los asientos. Otros los tenían de tablas de madera barnizada siendo también de 3ª clase.

Estos tenían los días contados, pues los iban cambiando paulatinamente, al igual que a los coches, o trenes motor que los llevaban, pues al parecer ya eran muy viejos. También eran algo diferentes a los otros, en cuanto a sus líneas exteriores, como el interior, donde resaltaban los gruesos remaches de unión de las placas del guarnecido. En cambio en alguno de los de largo recorrido, que alguna vez tomábamos para Pozuelo, o viceversa, porque paraban en todas las estaciones –“el correo” y “el mixto”-, aún los seguiría viendo un tiempo. Incluso hasta cuando fui un poco más mayor, viajando ya por mi cuenta y riesgo, para bajar a trabajar en la capital.

En verdad, muchos de los vagones o coches que llevaban estos asientos, también eran de madera tanto por el exterior como en el interior. Tenían una plataforma a modo de balcón en cada extremo, con balaustrada y barandilla de hierro forjado muy bonita. Bueno; todo el coche era precioso. Bastantes años después, y hace unos cuantos ahora, vi en un pueblo del Valle del Tiétar, cuando iba desde Piedralaves por los caminos de montaña hasta Sotillo de la Adrada, uno de estos coches sobre sendos raíles, utilizado como vivienda.

Como ya he comentado, ya había bajado a Madrid con mi madre en varias ocasiones. Según me dijo, unas tres veces siendo muy pequeño y quizás por eso no lo recordaba. Y es que mi madre, no siendo que tuviera que “cargar” con los más pequeños por algún motivo en particular, no se llevaba con ella ninguno cuando bajaba a Madrid de visita o bien de compras. Decía que nos llevaba con ella cuando ya éramos más mayores y sabía que aguantaríamos andando y no la pediríamos los brazos. No recuerdo a mi madre empujando un carrito de niño, porque nunca lo tuvo. Bueno, sí tuvo uno.

Meses después de nacer mi hermano pequeño -el sexto, yo hacía el tercero-, la regalaron uno ya usado, unos señores de tantos que venían a veranear a Pozuelo desde Madrid. Por tanto, sí tuvo uno, pero yo sigo en mis trece sobre el particular de no verla empujando un cochecito de niños. Como a los 5 anteriores, cuando salía de casa a hacer diversas cosas, como comprar por ejemplo, no nos llevaba pues siendo pequeños nos quedábamos a los cuidados de mi abuela en casa y si salíamos a algún bautizo o comunión, e incluso a las fiestas patronales o a la casa de algún familiar, nos llevaba en los brazos, pues resulta que no se hacía a llevar el cochecito y no lo usaba apenas; siempre lo llevábamos alguno de los más mayores. Eso sí, bajo su vigilancia que para eso era la experta; en niños, claro, no en conducir sillas de bebé.

Por tanto, la primera vez que recuerdo que tuve constancia de lo que veía y me rodeaba, tendría unos 4 años y claramente recuerdo que quedé asombrado, al igual que con el viaje. Nunca había visto unas calles asfaltadas tan largas y con tantos coches, autobuses y, ¡Madre!, -pregunté-, ¿Qué es eso? -Eso es un tranvía hijo. ¡Un tranvía! Qué ilusión, un tren que va por las calles. Me sentía como Alicia posiblemente se sintiera en el País de las Maravillas. Las aceras tan anchas y con tanta gente, unos andando tranquilos, otros deprisa y otros corriendo en medio del gentío, para cogerse a la barra del autobús, o tranvía, que en ese momento arrancaba de la parada. - ¿Por qué hacen eso madre? Pregunté todo intrigado, pues no había visto aún a nadie que tuviese que correr para coger el tren o el autobús, corriendo junto a ellos, medio arrastras y colgando agarrados a una barra. –Deben de haberse levantado tarde y pierden el autobús para ir a trabajar. Me contestó ella. Aquello no lo entendía pues nosotros siempre llegábamos a la estación con el tiempo suficiente para esperar y coger el tren tranquilamente. Nunca corríamos ni mi madre ni yo. Claro que ella no podía correr; así que ese debía de ser el principal motivo.

Continuará

AdriPozuelo (A. M. A.)