La
Navidad es el Niño Jesús.
Es la costumbre en algunas casas de preparar todo el nacimiento unos días antes del 24 de diciembre, pero la cunita de la cueva está vacía, aún no nace Jesús. Podríamos decir que todo ese nacimiento, con decenas de figuras, con montañas, pastores y
animales y ríos y casillos, no tiene sentido sino hasta que la figura principal, que por cierto es una muy pequeña, la de Jesús, es colocada en el pesebre. Algo parecido sucede en las almas. Hasta que Jesús no nace en el corazón de los
hombres, no es todavía navidad, sino sólo una esperanza de la misma. Lo más importante no es nacimiento de los hogares, aunque es algo hermoso, sino el nacimiento dentro del corazón donde nace Dios. La cueva donde nacería Jesús no era sino eso, una cueva sucia y fea, abandonada. Aquel pesebre había servido solamente para depositar heno y que lo comieran los animales.
Pero el momento en que la Santísima Virgen colocó a su niño en aquel pesebre, éste se convirtió en el trono de Dios y la cueva en el cielo. Nuestra alma es una cueva como aquella sucia y fea hasta que Dios la habita. Nuestro pesebre, nuestro corazón es sólo un lugar para almacenar sentimientos más o menos buenos. Pero cuando Dios habita en él también nuestro corazón y nuestra alma se convierten en un cielo. Eso es la Navidad, el cielo en nuestra alma, Jesús en nuestro corazón.