El cerco.
«Sánchez no es de los que se achanta sin montar gresca. Quedó claro durante el comité federal de los cuchillos largos,, el 1 de octubre de 2016»
Luis Herrero.
Madrid.
Actualizado:
22/09/2018 04:26h.
El presidente del Gobierno está acorralado y esa no es una buena noticia para los amantes de la tranquilidad ambiental. Sánchez no es de los que se achanta sin montar gresca. Quedó claro durante el comité federal de los cuchillos largos, el 1 de octubre de 2016, cuando los barones de su partido se conjuraron para quitarlo de en medio. Aquella escaramuza delató su estilo de combate. A sangre y fuego. Sin contemplaciones. En la guerra, todo vale. Incluso las trampas. Por eso colocó una urna con votos ya depositados detrás de un cortina, donde no llegaba la luz ni había taquígrafos. El pucherazo era la única forma de salvar el pellejo. « ¡Yo soy el secretario general!», repetía una y otra vez por aquellas fechas, como si esa vindicación auto afirmativa fuera un sortilegio capaz de ahuyentar a sus detractores.
Ahora la frase que no se le cae de los labios es «yo soy el presidente del Gobierno». No paró de repetirla durante la entrevista que le hizo Ana Pastor en La Sexta. Es la demostración subliminal de que vuelve a sentirse en grave peligro. Y hoy, como entonces, parece dispuesto a conjurarlo a cualquier precio. El pucherazo, esta vez, es la enmienda fraudulenta a la ley de violencia de género con la que pretende maniatar al Senado para que no le impida aprobar los presupuestos generales del Estado. Sin ellos, la legislatura entrará definitivamente en barrena y Sánchez no tendrá más remedio –en teoría– que jugarse su continuidad en La Moncloa con la moneda al aire de unas elecciones de altísimo riesgo.
Las trampas, y aún más si se hacen por una mera cuestión de ambición personal, siempre engendran climas irrespirables. En el lejano Oeste daban lugar a tiroteos sanguinarios. En la política actual las broncas con los tramposos no llegan a tanto, pero suelen dejar regustos barriobajeros. El 1 de octubre de 2016, en el pandemónium intestino de Ferraz, hubo diputadas que lloraban en el suelo al lado de papeleras metálicas, gritos de «sinvergüenza», «pucherazo» y «fuera», mociones de censura escritas a mano y leídas a gritos porque los sanchistas habían boicoteado el sistema de megafonía, insultos en el baño de señoras: «sois unos impresentables, estáis llevando el partido a la mierda», y viejas amistades que se rompieron para siempre.
Lo que se nos viene encima no tiene mejor pinta, con el agravante añadido de que, en esta ocasión, el enroque de Pedro Sánchez en la casilla del poder no dará lugar a una guerra civil entre socialistas, sino a un enfrentamiento institucional de consecuencias imprevisibles. En el PSOE saben –esto no es opinión, sino información contrastada– que hay un amplio consenso entre los letrados de Las Cortes sobre el carácter fraudulento de la treta elegida por el Gobierno para evitar que el Senado vete los presupuestos. Y, sin embargo –oh, sorpresa– amenazan con reprobar a la presidenta del Congreso, e incluso con acusarla de prevaricación, si se hace fuerte en ese criterio neutral para paralizar la tramitación de la enmienda de marras.
Vamos camino de asistir a un sórdido encontronazo, previsto en la ley pero nunca visto hasta ahora, entre las dos cámaras que comparten la representación de la soberanía nacional. El Senado acusará al Congreso de invadir sus competencias, el Congreso negará la mayor –todo eso en medio de encarnecidos debates parlamentarios donde los grupos se enzarzarán cuerpo a cuerpo con el cuchillo entre los dientes– y el Tribunal Constitucional tendrá que hacer de árbitro de la refriega mediante una decisión de formato desconocido que tensará los hilos de las afinidades políticas de los magistrados hasta límites insoportables.
Y todo para que el presidente más débil de la democracia siga en el sitio que le negaron las urnas. Pincho de tortilla y caña a que no lo consigue. El veto a los presupuestos ya no es cosa del Senado, sino de los socios que respaldaron la moción de censura. Podemos y PDeCAT han empezado a tomar distancia. Las grietas del Gobierno son cada vez más grandes. No quieren que les aplaste el derrumbe.
Luis Herrero.
Articulista de Opinión.
«Sánchez no es de los que se achanta sin montar gresca. Quedó claro durante el comité federal de los cuchillos largos,, el 1 de octubre de 2016»
Luis Herrero.
Madrid.
Actualizado:
22/09/2018 04:26h.
El presidente del Gobierno está acorralado y esa no es una buena noticia para los amantes de la tranquilidad ambiental. Sánchez no es de los que se achanta sin montar gresca. Quedó claro durante el comité federal de los cuchillos largos, el 1 de octubre de 2016, cuando los barones de su partido se conjuraron para quitarlo de en medio. Aquella escaramuza delató su estilo de combate. A sangre y fuego. Sin contemplaciones. En la guerra, todo vale. Incluso las trampas. Por eso colocó una urna con votos ya depositados detrás de un cortina, donde no llegaba la luz ni había taquígrafos. El pucherazo era la única forma de salvar el pellejo. « ¡Yo soy el secretario general!», repetía una y otra vez por aquellas fechas, como si esa vindicación auto afirmativa fuera un sortilegio capaz de ahuyentar a sus detractores.
Ahora la frase que no se le cae de los labios es «yo soy el presidente del Gobierno». No paró de repetirla durante la entrevista que le hizo Ana Pastor en La Sexta. Es la demostración subliminal de que vuelve a sentirse en grave peligro. Y hoy, como entonces, parece dispuesto a conjurarlo a cualquier precio. El pucherazo, esta vez, es la enmienda fraudulenta a la ley de violencia de género con la que pretende maniatar al Senado para que no le impida aprobar los presupuestos generales del Estado. Sin ellos, la legislatura entrará definitivamente en barrena y Sánchez no tendrá más remedio –en teoría– que jugarse su continuidad en La Moncloa con la moneda al aire de unas elecciones de altísimo riesgo.
Las trampas, y aún más si se hacen por una mera cuestión de ambición personal, siempre engendran climas irrespirables. En el lejano Oeste daban lugar a tiroteos sanguinarios. En la política actual las broncas con los tramposos no llegan a tanto, pero suelen dejar regustos barriobajeros. El 1 de octubre de 2016, en el pandemónium intestino de Ferraz, hubo diputadas que lloraban en el suelo al lado de papeleras metálicas, gritos de «sinvergüenza», «pucherazo» y «fuera», mociones de censura escritas a mano y leídas a gritos porque los sanchistas habían boicoteado el sistema de megafonía, insultos en el baño de señoras: «sois unos impresentables, estáis llevando el partido a la mierda», y viejas amistades que se rompieron para siempre.
Lo que se nos viene encima no tiene mejor pinta, con el agravante añadido de que, en esta ocasión, el enroque de Pedro Sánchez en la casilla del poder no dará lugar a una guerra civil entre socialistas, sino a un enfrentamiento institucional de consecuencias imprevisibles. En el PSOE saben –esto no es opinión, sino información contrastada– que hay un amplio consenso entre los letrados de Las Cortes sobre el carácter fraudulento de la treta elegida por el Gobierno para evitar que el Senado vete los presupuestos. Y, sin embargo –oh, sorpresa– amenazan con reprobar a la presidenta del Congreso, e incluso con acusarla de prevaricación, si se hace fuerte en ese criterio neutral para paralizar la tramitación de la enmienda de marras.
Vamos camino de asistir a un sórdido encontronazo, previsto en la ley pero nunca visto hasta ahora, entre las dos cámaras que comparten la representación de la soberanía nacional. El Senado acusará al Congreso de invadir sus competencias, el Congreso negará la mayor –todo eso en medio de encarnecidos debates parlamentarios donde los grupos se enzarzarán cuerpo a cuerpo con el cuchillo entre los dientes– y el Tribunal Constitucional tendrá que hacer de árbitro de la refriega mediante una decisión de formato desconocido que tensará los hilos de las afinidades políticas de los magistrados hasta límites insoportables.
Y todo para que el presidente más débil de la democracia siga en el sitio que le negaron las urnas. Pincho de tortilla y caña a que no lo consigue. El veto a los presupuestos ya no es cosa del Senado, sino de los socios que respaldaron la moción de censura. Podemos y PDeCAT han empezado a tomar distancia. Las grietas del Gobierno son cada vez más grandes. No quieren que les aplaste el derrumbe.
Luis Herrero.
Articulista de Opinión.