LA ALBERCA.
La hoz siega la rosa.
Simón llevó al funeral una máscara de carnaval porque nos han tronchado los valores.
Alberto García Reyes.
Actualizado: 17/07/2020 23:12h.
En el pebetero del Palacio Real murieron calcinadas todas las esperanzas de Juan Ramón Jiménez en su poemario «Piedra y cielo»: « ¡No le toques ya más, / que así es la rosa!». El Gobierno lo ha tocado todo. Ha manoseado los pétalos del jardín y nos ha dejado limpias las espinas de esta España embargada. La rondalla de La Moncloa ha cambiado la composición del aire que respiramos. Al oxígeno que llega a nuestros pulmones le falta ahora la dignidad. Nuestra calidad de vida decrece porque los años no se miden en tiempo, sino en libertad. En esas llamas desprovistas de Dios, paradójicamente gélidas, se ha quemado la rosa de un país sometido al martillo populista del pensamiento único, el miedo a opinar sin complejos y la impúdica superioridad moral de unos enmascarados que nos llevan de reata como ganado dócil hasta una cuadra que sólo almacena pobreza. Un país que no sabe cómo se llaman sus muertos tampoco puede ponerle nombres a sus vivos. Somos sólo un número y muchas veces ese número es el cero. Ni siquiera merecemos contar en las estadísticas. Los datos oficiales de la pandemia lo dicen: muchos españoles han muerto sin haber existido.
Ayer estuvo la vicepresidenta Carmen Calvo visitando la fosa de Pico Reja en Sevilla, una de las más conocidas de la Guerra Civil y la dictadura, y repitió varias veces una idea rotunda: esos muertos tienen derecho a recuperar su dignidad y lograrlo no debe ser una cuestión partidista. Estoy plenamente de acuerdo. Pero no entiendo por qué unos muertos merecen ser identificados y rehabilitados moralmente y otros no. No sé por qué el luto de aquella España de las dos ancianas cubriéndose el llanto con las manos que captó Rafael Sanz Lobato en Miranda del Castañar, símbolo de una época plañidera, se ha trivializado ahora en un duelo de insensibles que se tapan la cara en los funerales con una máscara de carnaval. El dolor exige respeto. Está tanto en el fondo como en la forma. El dolor lo abarca todo, lo fagocita todo. Y quienes en las esquelas de sus hermanos no son capaces de verse a sí mismos son los verdaderos difuntos. Aquellos que no sienten el dolor ajeno como propio, los que después de haber estado día tras día magreando las cifras para zambucar tragedias familiares entre la escarcha de su indolencia, son cadáveres sociales. Ni han podido acertar con la gestión, ni han sabido atinar con los gestos. No se puede ir al entierro de tu pueblo con una careta de comparsista.
El antifaz del doctor Simón es una anécdota definitoria de una era en la que los principios se han marchitado. Es obvio que un guiño no determina la esencia de nada y que la verdadera procesión siempre va por dentro, aunque así escrito hieda a tópico, pero un responsable público que no está dispuesto a sacrificar su estilo para evitar ofender al que está sufriendo no merece el respeto de nadie. Hemos tenido que tragarnos durante esta pandemia varios posados banales que han alcanzado su cenit con el ministro Duque vestido de astronauta, quizás por la aspiración del vicepresidente del Gobierno de asaltar el cielo. Frivolidades que colisionan con el desgarro de un país que ha convertido en cenizas una rosa que aún estaba fresca: la socialdemocracia. No sabemos cuántos pétalos ha devorado exactamente ese pebetero de fuego frío que incinera cuerpos y datos a la vez. Este Gobierno pirómano nos oculta la verdad y luego viene a nuestras exequias como si fuera a una cabalgata. Proclama los derechos humanos para reabrir los osarios del franquismo y al mismo tiempo mariposea con los amigos de la ETA o esconde muertos de la pandemia en la fosa glacial de la estadística. Unas víctimas valen oro y otras no valen nada. Eso es lo que hay tras su máscara de demócratas. Una rosa que ha sido segada por la hoz.
Alberto García Reyes.
Articulista de Opinión.
La hoz siega la rosa.
Simón llevó al funeral una máscara de carnaval porque nos han tronchado los valores.
Alberto García Reyes.
Actualizado: 17/07/2020 23:12h.
En el pebetero del Palacio Real murieron calcinadas todas las esperanzas de Juan Ramón Jiménez en su poemario «Piedra y cielo»: « ¡No le toques ya más, / que así es la rosa!». El Gobierno lo ha tocado todo. Ha manoseado los pétalos del jardín y nos ha dejado limpias las espinas de esta España embargada. La rondalla de La Moncloa ha cambiado la composición del aire que respiramos. Al oxígeno que llega a nuestros pulmones le falta ahora la dignidad. Nuestra calidad de vida decrece porque los años no se miden en tiempo, sino en libertad. En esas llamas desprovistas de Dios, paradójicamente gélidas, se ha quemado la rosa de un país sometido al martillo populista del pensamiento único, el miedo a opinar sin complejos y la impúdica superioridad moral de unos enmascarados que nos llevan de reata como ganado dócil hasta una cuadra que sólo almacena pobreza. Un país que no sabe cómo se llaman sus muertos tampoco puede ponerle nombres a sus vivos. Somos sólo un número y muchas veces ese número es el cero. Ni siquiera merecemos contar en las estadísticas. Los datos oficiales de la pandemia lo dicen: muchos españoles han muerto sin haber existido.
Ayer estuvo la vicepresidenta Carmen Calvo visitando la fosa de Pico Reja en Sevilla, una de las más conocidas de la Guerra Civil y la dictadura, y repitió varias veces una idea rotunda: esos muertos tienen derecho a recuperar su dignidad y lograrlo no debe ser una cuestión partidista. Estoy plenamente de acuerdo. Pero no entiendo por qué unos muertos merecen ser identificados y rehabilitados moralmente y otros no. No sé por qué el luto de aquella España de las dos ancianas cubriéndose el llanto con las manos que captó Rafael Sanz Lobato en Miranda del Castañar, símbolo de una época plañidera, se ha trivializado ahora en un duelo de insensibles que se tapan la cara en los funerales con una máscara de carnaval. El dolor exige respeto. Está tanto en el fondo como en la forma. El dolor lo abarca todo, lo fagocita todo. Y quienes en las esquelas de sus hermanos no son capaces de verse a sí mismos son los verdaderos difuntos. Aquellos que no sienten el dolor ajeno como propio, los que después de haber estado día tras día magreando las cifras para zambucar tragedias familiares entre la escarcha de su indolencia, son cadáveres sociales. Ni han podido acertar con la gestión, ni han sabido atinar con los gestos. No se puede ir al entierro de tu pueblo con una careta de comparsista.
El antifaz del doctor Simón es una anécdota definitoria de una era en la que los principios se han marchitado. Es obvio que un guiño no determina la esencia de nada y que la verdadera procesión siempre va por dentro, aunque así escrito hieda a tópico, pero un responsable público que no está dispuesto a sacrificar su estilo para evitar ofender al que está sufriendo no merece el respeto de nadie. Hemos tenido que tragarnos durante esta pandemia varios posados banales que han alcanzado su cenit con el ministro Duque vestido de astronauta, quizás por la aspiración del vicepresidente del Gobierno de asaltar el cielo. Frivolidades que colisionan con el desgarro de un país que ha convertido en cenizas una rosa que aún estaba fresca: la socialdemocracia. No sabemos cuántos pétalos ha devorado exactamente ese pebetero de fuego frío que incinera cuerpos y datos a la vez. Este Gobierno pirómano nos oculta la verdad y luego viene a nuestras exequias como si fuera a una cabalgata. Proclama los derechos humanos para reabrir los osarios del franquismo y al mismo tiempo mariposea con los amigos de la ETA o esconde muertos de la pandemia en la fosa glacial de la estadística. Unas víctimas valen oro y otras no valen nada. Eso es lo que hay tras su máscara de demócratas. Una rosa que ha sido segada por la hoz.
Alberto García Reyes.
Articulista de Opinión.
Muy adecuado para el momento que vivimos.
España merece saber cuántos fallecidos ha habido.
A Zaballos.
España merece saber cuántos fallecidos ha habido.
A Zaballos.
No hombre no. A vosotros solamente os interesa que os diga un cifra.
Si o si dicen cuatro sacaremos vuestras cuenta diciendo que son cinco y si os dicen cinco diréis cuatro.
Vasta ya de tan poco respeto.
Ni diciendo TODOS tenéis suficiente
Si o si dicen cuatro sacaremos vuestras cuenta diciendo que son cinco y si os dicen cinco diréis cuatro.
Vasta ya de tan poco respeto.
Ni diciendo TODOS tenéis suficiente