Vicenç Navarro
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Estos días ha sido noticia la beatificación de 522 personas, referidas en la narrativa de la Iglesia Católica como mártires de la Guerra Civil, individuos considerados inocentes de cualquier mal que dieron su vida “en defensa de la fe católica y del mensaje de Cristo”. Las autoridades eclesiásticas católicas se han movilizado para señalar que en ningún momento debe interpretarse esta beatificación –que es un homenaje a tales personas y reconocimiento del valor de su sacrificio- como un acto político. Tanto Monseñor Angelo Amato, cardenal prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, como Monseñor Josep M. Soler, Abad de Montserrat, subrayan este hecho en La Vanguardia (06.10.13, páginas 50 y 51).
Ahora bien, es difícil aceptar que, incluso en el caso de que no fuera la intención de estas autoridades (incluyendo el Vaticano, liderado por el nuevo Papa, que escogió llamarse Francisco y que Monseñor Amato representa) realizar un acto político, el hecho es que tal acto es un acto profundamente político que contribuye a la tergiversación de la historia que se ha escrito en este país, subrayando que la Iglesia fue víctima de una intolerancia y persecución religiosa por parte de las fuerzas republicanas. Se acentúa y se presenta a la Iglesia y a sus mártires como víctimas, cuando en realidad la Iglesia fue la que agredió la vida y el bienestar de la mayoría de la población de los distintos pueblos y naciones que constituyen España, causando más de un millón de muertos y miles de desaparecidos, muertes de personas asesinadas por las fuerzas de represión, incluidas las de la Iglesia, y cuyos familiares no saben el paradero de sus cuerpos. Según las estimaciones de la única investigación sobre los desaparecidos que ha realizado el Estado español (consecuencia de las gestiones del juez Baltasar Garzón, miembro de la Audiencia Nacional antes de que se le expulsara de dicho tribunal precisamente por su investigación sobre los asesinatos por parte del régimen, del cual la Iglesia Católica fue el eje central), el número de desaparecidos es de más de 114.000 personas, que fueron asesinadas por defender al gobierno democráticamente elegido. La Iglesia no solo no ha hecho nada para encontrarlos, sino que se ha opuesto a que se recuperara su memoria mediante la Ley de la Memoria Histórica. Mientras que homenajea a sus muertos, se opone y dificulta el encontrar a los muertos, de los cuales dicha institución es responsable.
Es más, es difícil creer que la Iglesia no sea consciente de la falta de veracidad de sus acusaciones frente a la República. No es cierto que hubiera en España persecución religiosa en tiempos de la República. Las iglesias protestantes y la religión judía continuaron sin ninguna intervención por parte del Estado y/o por movimientos sociales o fuerzas políticas afines a la República. No fue la religión el sujeto de animosidad, sino la Iglesia Católica, hecho que a la Iglesia Católica todavía le cuesta aceptar, ya que si lo acepta, tendría que contestar por qué la Iglesia Católica y no las otras religiones fue sujeto del enfado popular. No es cierto que los sacerdotes y los monjes fueran asesinados por sus ideas religiosas, tal como Monseñor Soler escribe en su artículo “Montserrat y los beatos en Tarragona” en La Vanguardia. Fueron asesinados por su pertenencia a una institución que había pedido que el Ejército se sublevara, conociéndose su animosidad a la República. En realidad, el Monasterio de Montserrat, supongo que en nota de agradecimiento, hizo un monumento, más tarde, a los “caídos por Dios y por la Patria”, que estaba en la entrada del Monasterio hasta que más tarde fue desplazado a la parte trasera, con un monumento a los requetés carlistas de la Virgen de Montserrat.
La historia, marginada y ocultada por la propia Iglesia, muestra claramente el porqué de esta hostilidad, hostilidad que fue iniciada por la Iglesia. Fue la Iglesia Católica la que celebró y apoyó la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Y fue la Iglesia la que se opuso por todos los medios al establecimiento de la República, alentando a los católicos a rebelarse frente a esta. Las pastorales de la jerarquía católica explícitamente llamaban a tal rebelión; documentos (firmados por el cardenal Segura y por su sucesor, el cardenal Gomà) son muy representativos, y seguro que la jerarquía actual de la Iglesia y el Vaticano los conocen. ¿Cómo puede afirmar la jerarquía católica que la Iglesia era apolítica, cuando animó a los católicos a que se rebelaran, pidiendo explícitamente que el Ejército se levantara en contra del gobierno democráticamente elegido?
Era predecible que la gran mayoría de la ciudadanía, que apoyó el establecimiento de la República, primero, y la elección del gobierno del Frente Popular, después, tuvieran animosidad hacia la Iglesia Católica, pues esta, abiertamente, alentaba al Ejército a que hiciera un golpe militar frente a ese Estado y frente a ese gobierno. De ahí que es comprensible y predecible que cuando ocurrió el golpe militar, que la Iglesia Católica inmediatamente apoyó (definiéndolo más tarde como una Cruzada Nacional), grandes sectores de las clases populares expresaran su hostilidad hacia tal institución. La quema de iglesias (no hubo ninguna iglesia protestante o ninguna mezquita o ninguna sinagoga quemadas) y el asesinato de clérigos y personas identificadas con la Iglesia Católica eran la respuesta popular que ocurrió en los primeros tres meses cuando el golpe creó un vacío de poder. No fue una represión guiada por el Estado republicano. En realidad, una vez recuperado el control, en las zonas que continuaban bajo el gobierno republicano se interrumpieron estos actos.
Por el contrario, los asesinatos, mucho más numerosos, llevados a cabo en el lado golpista, fueron cometidos por los aparatos represivos del Estado fascista, que contó con la entusiasta colaboración, en su represión, de la Iglesia Católica. ¿No creen las jerarquías católicas españolas que esta actitud enormemente represiva iba en contra del mensaje de Jesús? ¿Creen, en realidad, que Jesús, que es, en teoría, su supuesta inspiración, hubiera apoyado tanto asesinato, premeditado y programado, para eliminar a personas cuyo único delito era haber apoyado a un Estado y a un gobierno democráticamente elegidos? ¿No creen que es de una crueldad suprema que los familiares de los muertos republicanos todavía hoy no sepan dónde están enterrados? ¿No creen que es profundamente injusto que ellos puedan homenajear a sus muertos cuando los vencidos todavía no saben dónde están los suyos? Y si en verdad los sacerdotes asesinados eran inocentes, ¿no cree la Iglesia Católica que deberían pedir perdón a los familiares de sus propios muertos, pues el comportamiento golpista de su jerarquía católica fue el responsable de que el enfado popular se canalizara en ellos, precisamente por su identificación con la Iglesia?
La respuesta descontrolada en contra de la Iglesia era lógica, pues la Iglesia era culpable de un comportamiento que podía predecirse que causaría miles de muertes. Debe condenarse tal expresión de enfado popular, pero su comportamiento no puede homologarse al del lado golpista, que fue una represión metódica de todos los aparatos del Estado, con el apoyo activo de la Iglesia. Acentuar el victimismo de la Iglesia como hacen las beatificaciones es, además de una tergiversación de la historia que todavía se reproduce en España, una ofensa a los perdedores de la Guerra Civil, que eran los que defendieron la democracia, y que debería crear incomodidad a toda persona con sensibilidad democrática. Mi esperanza es que el Papa Francisco lo vea así y que, en nombre de la Iglesia, pida perdón, no solo a su Dios, sino al pueblo español, al que hizo tanto daño.
Hoy, mientras la Iglesia y las derechas homenajean a sus muertos, la ONU acaba de enviar una delegación denunciando al Estado español por no estar haciendo nada para encontrar a los desaparecidos republicanos. Y el mismo Estado, sin lugar a dudas, estará representado en los actos homenajeando a los “mártires de la Iglesia”. ¿No se avergüenzan de su comportamiento los representantes de un Estado que se presenta como democrático? ¿No se da cuenta la Iglesia de su incoherencia? ¿No ven la falsedad de su llamada a la reconciliación? Está claro que no se dan cuenta. Y que no se den cuenta es un indicador de que continúan siendo reacios a reconocer que la Iglesia Católica no fue víctima sino verdugo en aquel periodo de nuestra historia
Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Estos días ha sido noticia la beatificación de 522 personas, referidas en la narrativa de la Iglesia Católica como mártires de la Guerra Civil, individuos considerados inocentes de cualquier mal que dieron su vida “en defensa de la fe católica y del mensaje de Cristo”. Las autoridades eclesiásticas católicas se han movilizado para señalar que en ningún momento debe interpretarse esta beatificación –que es un homenaje a tales personas y reconocimiento del valor de su sacrificio- como un acto político. Tanto Monseñor Angelo Amato, cardenal prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, como Monseñor Josep M. Soler, Abad de Montserrat, subrayan este hecho en La Vanguardia (06.10.13, páginas 50 y 51).
Ahora bien, es difícil aceptar que, incluso en el caso de que no fuera la intención de estas autoridades (incluyendo el Vaticano, liderado por el nuevo Papa, que escogió llamarse Francisco y que Monseñor Amato representa) realizar un acto político, el hecho es que tal acto es un acto profundamente político que contribuye a la tergiversación de la historia que se ha escrito en este país, subrayando que la Iglesia fue víctima de una intolerancia y persecución religiosa por parte de las fuerzas republicanas. Se acentúa y se presenta a la Iglesia y a sus mártires como víctimas, cuando en realidad la Iglesia fue la que agredió la vida y el bienestar de la mayoría de la población de los distintos pueblos y naciones que constituyen España, causando más de un millón de muertos y miles de desaparecidos, muertes de personas asesinadas por las fuerzas de represión, incluidas las de la Iglesia, y cuyos familiares no saben el paradero de sus cuerpos. Según las estimaciones de la única investigación sobre los desaparecidos que ha realizado el Estado español (consecuencia de las gestiones del juez Baltasar Garzón, miembro de la Audiencia Nacional antes de que se le expulsara de dicho tribunal precisamente por su investigación sobre los asesinatos por parte del régimen, del cual la Iglesia Católica fue el eje central), el número de desaparecidos es de más de 114.000 personas, que fueron asesinadas por defender al gobierno democráticamente elegido. La Iglesia no solo no ha hecho nada para encontrarlos, sino que se ha opuesto a que se recuperara su memoria mediante la Ley de la Memoria Histórica. Mientras que homenajea a sus muertos, se opone y dificulta el encontrar a los muertos, de los cuales dicha institución es responsable.
Es más, es difícil creer que la Iglesia no sea consciente de la falta de veracidad de sus acusaciones frente a la República. No es cierto que hubiera en España persecución religiosa en tiempos de la República. Las iglesias protestantes y la religión judía continuaron sin ninguna intervención por parte del Estado y/o por movimientos sociales o fuerzas políticas afines a la República. No fue la religión el sujeto de animosidad, sino la Iglesia Católica, hecho que a la Iglesia Católica todavía le cuesta aceptar, ya que si lo acepta, tendría que contestar por qué la Iglesia Católica y no las otras religiones fue sujeto del enfado popular. No es cierto que los sacerdotes y los monjes fueran asesinados por sus ideas religiosas, tal como Monseñor Soler escribe en su artículo “Montserrat y los beatos en Tarragona” en La Vanguardia. Fueron asesinados por su pertenencia a una institución que había pedido que el Ejército se sublevara, conociéndose su animosidad a la República. En realidad, el Monasterio de Montserrat, supongo que en nota de agradecimiento, hizo un monumento, más tarde, a los “caídos por Dios y por la Patria”, que estaba en la entrada del Monasterio hasta que más tarde fue desplazado a la parte trasera, con un monumento a los requetés carlistas de la Virgen de Montserrat.
La historia, marginada y ocultada por la propia Iglesia, muestra claramente el porqué de esta hostilidad, hostilidad que fue iniciada por la Iglesia. Fue la Iglesia Católica la que celebró y apoyó la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Y fue la Iglesia la que se opuso por todos los medios al establecimiento de la República, alentando a los católicos a rebelarse frente a esta. Las pastorales de la jerarquía católica explícitamente llamaban a tal rebelión; documentos (firmados por el cardenal Segura y por su sucesor, el cardenal Gomà) son muy representativos, y seguro que la jerarquía actual de la Iglesia y el Vaticano los conocen. ¿Cómo puede afirmar la jerarquía católica que la Iglesia era apolítica, cuando animó a los católicos a que se rebelaran, pidiendo explícitamente que el Ejército se levantara en contra del gobierno democráticamente elegido?
Era predecible que la gran mayoría de la ciudadanía, que apoyó el establecimiento de la República, primero, y la elección del gobierno del Frente Popular, después, tuvieran animosidad hacia la Iglesia Católica, pues esta, abiertamente, alentaba al Ejército a que hiciera un golpe militar frente a ese Estado y frente a ese gobierno. De ahí que es comprensible y predecible que cuando ocurrió el golpe militar, que la Iglesia Católica inmediatamente apoyó (definiéndolo más tarde como una Cruzada Nacional), grandes sectores de las clases populares expresaran su hostilidad hacia tal institución. La quema de iglesias (no hubo ninguna iglesia protestante o ninguna mezquita o ninguna sinagoga quemadas) y el asesinato de clérigos y personas identificadas con la Iglesia Católica eran la respuesta popular que ocurrió en los primeros tres meses cuando el golpe creó un vacío de poder. No fue una represión guiada por el Estado republicano. En realidad, una vez recuperado el control, en las zonas que continuaban bajo el gobierno republicano se interrumpieron estos actos.
Por el contrario, los asesinatos, mucho más numerosos, llevados a cabo en el lado golpista, fueron cometidos por los aparatos represivos del Estado fascista, que contó con la entusiasta colaboración, en su represión, de la Iglesia Católica. ¿No creen las jerarquías católicas españolas que esta actitud enormemente represiva iba en contra del mensaje de Jesús? ¿Creen, en realidad, que Jesús, que es, en teoría, su supuesta inspiración, hubiera apoyado tanto asesinato, premeditado y programado, para eliminar a personas cuyo único delito era haber apoyado a un Estado y a un gobierno democráticamente elegidos? ¿No creen que es de una crueldad suprema que los familiares de los muertos republicanos todavía hoy no sepan dónde están enterrados? ¿No creen que es profundamente injusto que ellos puedan homenajear a sus muertos cuando los vencidos todavía no saben dónde están los suyos? Y si en verdad los sacerdotes asesinados eran inocentes, ¿no cree la Iglesia Católica que deberían pedir perdón a los familiares de sus propios muertos, pues el comportamiento golpista de su jerarquía católica fue el responsable de que el enfado popular se canalizara en ellos, precisamente por su identificación con la Iglesia?
La respuesta descontrolada en contra de la Iglesia era lógica, pues la Iglesia era culpable de un comportamiento que podía predecirse que causaría miles de muertes. Debe condenarse tal expresión de enfado popular, pero su comportamiento no puede homologarse al del lado golpista, que fue una represión metódica de todos los aparatos del Estado, con el apoyo activo de la Iglesia. Acentuar el victimismo de la Iglesia como hacen las beatificaciones es, además de una tergiversación de la historia que todavía se reproduce en España, una ofensa a los perdedores de la Guerra Civil, que eran los que defendieron la democracia, y que debería crear incomodidad a toda persona con sensibilidad democrática. Mi esperanza es que el Papa Francisco lo vea así y que, en nombre de la Iglesia, pida perdón, no solo a su Dios, sino al pueblo español, al que hizo tanto daño.
Hoy, mientras la Iglesia y las derechas homenajean a sus muertos, la ONU acaba de enviar una delegación denunciando al Estado español por no estar haciendo nada para encontrar a los desaparecidos republicanos. Y el mismo Estado, sin lugar a dudas, estará representado en los actos homenajeando a los “mártires de la Iglesia”. ¿No se avergüenzan de su comportamiento los representantes de un Estado que se presenta como democrático? ¿No se da cuenta la Iglesia de su incoherencia? ¿No ven la falsedad de su llamada a la reconciliación? Está claro que no se dan cuenta. Y que no se den cuenta es un indicador de que continúan siendo reacios a reconocer que la Iglesia Católica no fue víctima sino verdugo en aquel periodo de nuestra historia