Voltaire ¿sería verdad? FE. Un día, el príncipe Pico de la Mirándola se encontró con el papa Alejandro VI en casa de la cortesana Emilia. En aquellos días, Lucrecia, hija del pontífice, guardaba cama después de haber dado a luz mientras aún no se sabía en Roma si el niño era hijo del papa o del vástago de éste el duque de Valentinois, o del marido de Lucrecia, Alfonso de Aragón que según fama era impotente. La conversación
que medió entre ambos fue muy amena y el cardenal Bembo nos refiere parte de ella.
«Príncipe Pico —le dijo el Papa—, ¿quién crees que es el padre de mi nieto?» «Creo que es vuestro yerno», respondió el príncipe. « ¿Cómo
puedes creer semejante tontería?» «La fe me lo hace creer.» « ¿Ignoras que el impotente no puede tener hijos?» «La fe consiste —replicó el príncipe— en creer cosas imposibles; además, el honor de vuestra casa exige que el hijo de
Lucrecia no se considere como fruto de un incesto. Misterios más incomprensibles me habéis hecho creer. ¿No debo convencerme de que habló una serpiente, que desde entonces quedó la humanidad condenada, que la borrica de Balaán habló con elocuencia y que las murallas de Jericó cayeron al suelo por el son de las trompetas?» El príncipe recitó a
continuación un rosario de todas las cosas admirables que creía y Alejandro se dejó caer en un sofá, sin poder contenerse de risa. «Creo todo eso como tú —decía, sin cesar de reír—, porque sé muy bien que si no me salva la fe no me salvarán mis buenas obras.» « ¡Ah, Santo Padre! —le contestó el príncipe—. No necesitáis
buenas obras ni fe, esto sólo lo necesitan los pobres profanos como yo. Vos, que sois el representante de Dios, podéis creer y hacer lo que os plazca, tenéis las llaves del cielo, y no cabe duda de que san Pedro no os dará con la puerta en las narices. Pero yo confieso que necesitaría poderosa protección si, siendo un
pobre príncipe, me hubiera holgado con mi hija y hubiera usado el puñal y el veneno con tanta frecuencia como Vuestra Santidad.» Alejandro VI, dejando de reír, dijo al príncipe: «Hablemos seriamente. Decidme, ¿qué mérito puede tener
decir a Dios que estamos convencidos de cosas que es imposible convencernos? Entre nosotros, decir que creemos lo imposible de creer es mentir». Pico de la Mirándola, al oír esto, se persignó, exclamando: «Vuestra Santidad me perdone, pero no sois cristiano». «No lo soy», dijo el Papa. «Me lo figuraba», repuso el príncipe. ¿Qué es la fe? ¿Es creer lo que parece evidente? No, a mí me parece evidente que existe un Ser necesario, eterno, supremo e inteligente, pero esto no es fe, es raciocinio. No tengo ningún mérito en pensar que ese Ser eterno, infinito, que es la virtud y la bondad, quiere que yo sea virtuoso y bueno. La fe consiste en creer, no lo que parece verdad, sino en lo que parece falso a nuestro entendimiento. Los asiáticos sólo por la fe pueden creer el viaje que hizo Mahoma por los siete planetas, las encarnaciones del dios Fo, las de Visnú, las de Xaca, de Brahma, etc., y someten su entendimiento, tienen miedo de examinar y, como no quieren ser empalados, ni quemados, dicen: «Creo: D.
que medió entre ambos fue muy amena y el cardenal Bembo nos refiere parte de ella.
«Príncipe Pico —le dijo el Papa—, ¿quién crees que es el padre de mi nieto?» «Creo que es vuestro yerno», respondió el príncipe. « ¿Cómo
puedes creer semejante tontería?» «La fe me lo hace creer.» « ¿Ignoras que el impotente no puede tener hijos?» «La fe consiste —replicó el príncipe— en creer cosas imposibles; además, el honor de vuestra casa exige que el hijo de
Lucrecia no se considere como fruto de un incesto. Misterios más incomprensibles me habéis hecho creer. ¿No debo convencerme de que habló una serpiente, que desde entonces quedó la humanidad condenada, que la borrica de Balaán habló con elocuencia y que las murallas de Jericó cayeron al suelo por el son de las trompetas?» El príncipe recitó a
continuación un rosario de todas las cosas admirables que creía y Alejandro se dejó caer en un sofá, sin poder contenerse de risa. «Creo todo eso como tú —decía, sin cesar de reír—, porque sé muy bien que si no me salva la fe no me salvarán mis buenas obras.» « ¡Ah, Santo Padre! —le contestó el príncipe—. No necesitáis
buenas obras ni fe, esto sólo lo necesitan los pobres profanos como yo. Vos, que sois el representante de Dios, podéis creer y hacer lo que os plazca, tenéis las llaves del cielo, y no cabe duda de que san Pedro no os dará con la puerta en las narices. Pero yo confieso que necesitaría poderosa protección si, siendo un
pobre príncipe, me hubiera holgado con mi hija y hubiera usado el puñal y el veneno con tanta frecuencia como Vuestra Santidad.» Alejandro VI, dejando de reír, dijo al príncipe: «Hablemos seriamente. Decidme, ¿qué mérito puede tener
decir a Dios que estamos convencidos de cosas que es imposible convencernos? Entre nosotros, decir que creemos lo imposible de creer es mentir». Pico de la Mirándola, al oír esto, se persignó, exclamando: «Vuestra Santidad me perdone, pero no sois cristiano». «No lo soy», dijo el Papa. «Me lo figuraba», repuso el príncipe. ¿Qué es la fe? ¿Es creer lo que parece evidente? No, a mí me parece evidente que existe un Ser necesario, eterno, supremo e inteligente, pero esto no es fe, es raciocinio. No tengo ningún mérito en pensar que ese Ser eterno, infinito, que es la virtud y la bondad, quiere que yo sea virtuoso y bueno. La fe consiste en creer, no lo que parece verdad, sino en lo que parece falso a nuestro entendimiento. Los asiáticos sólo por la fe pueden creer el viaje que hizo Mahoma por los siete planetas, las encarnaciones del dios Fo, las de Visnú, las de Xaca, de Brahma, etc., y someten su entendimiento, tienen miedo de examinar y, como no quieren ser empalados, ni quemados, dicen: «Creo: D.