Ahora que están dando los cuartos en el Reloj del Fin del Mundo, pienso en qué habrá después de la muerte y, la verdad, solo puedo decir que no me gusta ninguna de las soluciones que ofrecen las distintas religiones. Llegada la hora de entregar la cuchara (o deliver the spoon, como tuiteará Darth Trump al oficializar el acontecimiento), la simple idea de ir al Cielo con mayúscula me resulta insoportable. Dejando a un lado que no soy muy de visitas, eso de gozar de la contemplación de Dios nada menos que por toda la eternidad se me antoja cansino a partir de los mil quinientos años, cuánto más si a eso hay que meterle el dichoso coro celestial de cachetudos voladores dando la monserga con sus liras. A manotazos los espanto, van mil duros. Por supuesto, lo del hinduismo es innegociable: la reencarnación. Hasta ahí podíamos llegar con las concesiones. Te llevas toda la vida currando como un desgraciado y... ¡tatachán!, ahora eres un okapi, o una mariquita, o un ñu. ¡Un ñu, que tiene feo hasta el nombre, que parecen fotocopias de animales! Escribe un ensayo sobre Kant para acabar rumiando pasto. Un carajo, que diría Quevedo. El Islam ofrece al finado un porte de vírgenes, como si estuviera uno para eso después de un holocausto nuclear, y su propia versión del Cielo y el Infierno. Y si no soporto ya la mera idea de una experiencia así, cuánto menos sentado en el suelo, como tengo el riñonamen. Urge actualizar el catálogo de venta por catálogo de las religiones, o un día de estos nadie va a comprarles su oferta de viva una, llévese dos. A falta de otra cosa, prefiero la extinción. Despedirte de las idioteces para siempre... eso sí que sería descansar en paz.
C. R.
C. R.