La mayor parte de las cofradías de ayer son partes de una túnica inconsútil, tejida por el sueño de la Exposición Iberoamericana, la de la revolución copernicana de la Semana Santa, la que descubrió que el movimiento de traslación no debían realizarlo las hermandades alrededor de la ciudad sino ésta en torno a aquellas. Tan real fue esa peculiar astronomía que hasta una de ellas, la Candelaria, la armó el ciudadano de a pie al que la gente llamaba Pepe el Planeta. Tampoco los Estudiantes, la de Santa Cruz o la de San Esteban tuvieron su origen en corporaciones de oficios o en devociones failunas: fue una sociedad civil, alegre y confiada, la que las echó a andar. Lo mismo que a la de San Benito o La Bofetá, aunque éstas presuman de haber tenido abuelas de tiempos lejanos en Triana o en el barrio de la Magdalena.
Entonces Sevilla era un hervor (o sea, lo que después se convertiría en fervor) y se disponía a aprovechar la ocasión de un renacer anhelado durante siglos y a armar el cesto de un imperio sentimental aprovechando mimbres antiguos. Los nuevos cortejos, enjaretados sin paciencia, se ponían en marcha con túnicas prestadas o alquiladas a otras corporaciones pero, mientras transcurrían, en la mente de sus inductores tomaban forma depuradas estéticas. Poco a poco la plata volvería a llegar aunque ahora no se supiera donde estaban las minas que la producían; los diseños de las corrientes artísticas de Europa acabarían transformándose en bordados de mantos, túnicas, sayas y bambalinas. Carteles maravillosos, pregoneros de la magia del instante, hacían de barquitos de papel para la travesía de la fiesta por los siete mares del exotismo. Vall Street volatilizó aquel sueño, a estas cofradías no les quedó sino recorrer caminos de mapas provincianos en Martes Santos de una Sevilla en la que el viejo glamour había sido usurpado por jerarcas locales y autoridades llegadas desde otros mapas con los mismos horizontes e idéntica usurpación. Cuando llegaron nuevos tiempos volvieron a florecer pero habían perdido la memoria: no se acordaban de que eran hijas de la Exposición.
Entonces Sevilla era un hervor (o sea, lo que después se convertiría en fervor) y se disponía a aprovechar la ocasión de un renacer anhelado durante siglos y a armar el cesto de un imperio sentimental aprovechando mimbres antiguos. Los nuevos cortejos, enjaretados sin paciencia, se ponían en marcha con túnicas prestadas o alquiladas a otras corporaciones pero, mientras transcurrían, en la mente de sus inductores tomaban forma depuradas estéticas. Poco a poco la plata volvería a llegar aunque ahora no se supiera donde estaban las minas que la producían; los diseños de las corrientes artísticas de Europa acabarían transformándose en bordados de mantos, túnicas, sayas y bambalinas. Carteles maravillosos, pregoneros de la magia del instante, hacían de barquitos de papel para la travesía de la fiesta por los siete mares del exotismo. Vall Street volatilizó aquel sueño, a estas cofradías no les quedó sino recorrer caminos de mapas provincianos en Martes Santos de una Sevilla en la que el viejo glamour había sido usurpado por jerarcas locales y autoridades llegadas desde otros mapas con los mismos horizontes e idéntica usurpación. Cuando llegaron nuevos tiempos volvieron a florecer pero habían perdido la memoria: no se acordaban de que eran hijas de la Exposición.