Como casi siempre, me he comido unos versos.

ANTONIO GAMONEDA. Nació en Oviedo, pero desde pequeño pasó a vivir a LEÓN.

que extraían torpemente de su corazón. Desendían a la ciudad y

en sus manos hervían la suciedad y la ternura. Lentos en la ebrie-

dad con la luz del desprecio sobre sus rostros, regresaban en los

atardeceres. Atravesaban, tras un cinturón de escoria y tomillo,

el vertedero de los hospitales.

Sucedieron semanas. La ciudad era hermosa frente a la hogueras

del otoño (oro y silencio en el perfil del río), pero las semanas

son negras en los ojos de los mendigos. Como un manto

mortal, cayó el invierno sobre sus cuerpos.

LA COMPASIÓN y la vergüenza pasan sobre mi alma. La memoria

desciende a los portales de la maledicencia y allí contempla

la cal y los geranios, las ancianas en círculo, el ademán del

mariquita que, cada día, maldecido por tres lenguas frenéticas,

deposita ciruelas en las manos ávidas. Grandes, dóciles mujeres

peinan cabellos aceitados y el calor pesa en sus cuerpos.

El día es grande y la baraja reposa en el halda de las ancianas.

Hasta que llega el gavilán esbelto y fúnebre, el reportador discordia.

Luego suceden las invocaciones y las blasfemias femeninas.

Hay un vértigo de uñas en torno a rostros iluminados por

la sangre y una flor desgarrada sobre las baldosas frías.

(Llanto y clavel de las mujeres útiles, llanto en el arrabal de San

Lorenzo.)

Como casi siempre, me he comido unos versos.