acto primero. continuación...

acto primero. continuación
Leonardo. Puede que tenga usted razón.

Malvaloca. ¿Y cómo fué el reunirse usté con ese tu-
nante?

Leonardo. Usted misma acaba de decirlo: por sim-
patía. Viajábamos juntos, encontramos estos talleres de
fundición abandonados en este pueblo, y nos aventu-
ramos á probar fortuna. Los dos tenemos aficiones aná-
logas... La fundición se llamaba antes de los Sucesores
de no sé quién; pero Salvador la ha bautizado con el
pomposo título de La Niña de Bronce.

Malvaloca. ¡Ah! ¡La Niña de Bronse!... Ya sé yo por
la que va eso.

Leonardo. ¿Por usted?

Malvaloca. No, señó; por otra. ¡Granuja! Pero ¿dón-
de está? que yo sí que voy á bronsearlo.

Leonardo. Ahora vendrá aquí.

Malvaloca. ¿Aquí va á vení?

Leonardo. Sí; ha ido una de las hermanas á avisarle
que he llegado yo.

Malvaloca. Tengo ganas de darle un abraso. ¡Pobre-
siyo! Porque es mu charrán, ¿sabe usté? pero es mu
cabayero. Conmigo siempre se ha portao mu bien. Ni
una sola vez he yamao á su puerta que ér no haya res-
pondió. Segura estoy yo de que no me muero en un
hospitá mientras ^áva ese hombre. ¿Este es San Anto
nio? Tiene toa la cara de un músico. ¿Qué vende? ¿gar-
bansos? Diga usté: ¿usté estaba en la fundisión cuando
ocurrió er percanse?

Leonardo. Sí por cierto.

Malvaloca. Y ¿cómo fué? ¿cómo fué? ¿Quié usté
contármelo?

Leonardo. ¡Ya lo creo! íbamos á fundir una figura
para una fuente nueva de Los Alcázares, este pueblo
inmediato.

Malvaloca. Lo conozco. ¡No yueve en Los Arcása-
resl ¡Josúl

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Leonardo. El molde de la figura que se ha de fun-
dir está en el suelo, bajo tierra; y por un agujero que
se deja en la superficie, se vierte en él luego el bronce
líquido que va en los crisoles.

Malvaloca. ¿En los qué?

Leonardo. En los crisoles. Los crisoles son unos^
grandes vasos, que sin saltar ni romperse, resisten las
temperaturas más elevadas. Dentro de ellos, en los hor-
nos, se deshace el bronce más duro hasta convertirse
en fuego líquido.

Malvaloca. ¡Pa mete un deo!

Leonardo. Y entonces, como le decía, pasa de los
hornos á la tierra en que está sepultado el molde de lo
que se haya de fundir. En este paso ocurrió la desgra-
cia de Salvador.

Malvaloca. ¿Sí?

Leonardo. Sí. Se conduce el crisol desde el horno
sujeto por lo que nosotros llamamos armas de mano.
Para sostenerlo y fundir, si el crisol es grande, se nece-
sitan á veces cuatro ó seis hombres. Uno de ellos era
Salvador. Pues bien: al ir á volcar el líquido en el mol-
de por el bebedero, le faltó el pié á uno de los otros, y
con la sacudida violenta saltó fuego al suelo y le salpi-
có á Salvador en el pecho, en un brazo y en una pierna.

Malvaloca. ¡Josú!

Leonardo. Si vencido por el dolor suelta el arma y
se derrama y se esparce todo el fuego, tal vez se hubiera
abrasado algún hombre. Salvador hizo un esfuerzo su-
premo y gritó: « ¡A fundir!» Y los demás obedecieron y
entró el fuego en la tierra. Cuando ya no quedaba ni
una sola gota en el crisol, soltaron sus manos la barra
y cayó en mis brazos sin sentido.

Malvaloca. ¡Pobresito!

Leonardo. Dos hermanas de este asilo, que llegaron
entonces al taller pidiendo una limosna, sobrecogidas
é impresionadas por la escena, se obstinaron en que

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liabía de traérsele aquí, por estar á un paso de la fundi-
ción; y aquí lo trajimos^ y aquí se le ha asistido, y aquí
sigue.

Malvaloca. Pos sí que habrá pasao las negras. Por-
que no es mu duro de carnes. Un peyizco es, y le hase
daño. Pero ¿en qué piensa ya que no viene?

Leonardo. No sé... Sí que tarda... Acaso haya llega-
do el médico.

Malvaloca. Oiga usté, ¿es buen médico? Miste que
en estos pueblos hay á lo mejó ca veterinario...

Leonardo. Bueno debe de ser. A Salvador lo ha sa-
cado adelante. Es el forense. Iré á ver qué pasa y á de-
cirle que está usted aquí.

Malvaloca. Si me hase usté er favo...

Leonardo. Con muchísimo gusto. Va á marcharse y

vuelve. ¿Y quién le digo que lo espera? Porque no sé
cómo...

Malvaloca. Ah, sí. Dígale usté... Dígale usté que
-está aquí Marvaloca.

Leonardo. ¿Malvaloca?

Malvaloca. ¿Le suena?

Leonardo. No: me sorprende.

Malvaloca. Así me yaman desde los trese años. Mi
nombre es Rosa, pa servir á usté.

Leonardo. Muchas gracias.

Malvaloca. Pero á Sarvadó dígale usté que Marva-
loca. ¿A que no sabe usté por qué me yaman Marva-
loca?

Leonardo. ¿Por qué?

Malvaloca. Yo nasí en Málaga en una casita que te-
nía en la puerta un arriate y en el arriate una marva-
loca. La gente conosía á mi casa por la casa de la mar-
valoca. Pos bueno: se secó la marvaloca, pero en luga de
la marvaloca quedé yo, que ya prinsipiaba á espiga. Y
-como mi casa era pa to er mundo la casa de la marva-
loca, y ayí no había quedao marvaloca ninguna, pos la

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marv aloca fui yo. Tota: que en vé de sé una fló y de
está á la puerta e la caye, fué una mosita que estaba
dentro. Ya ve usté qué cosa mas sensiya. Pero hay que
explicarla.

L60n&rd0. En un especial estado de ánimo, que en parte con-
firma las teorías de la simpatía expuestas por la simpática Malvaloca.
Voy á avisarle á Salvador. Se va por el jardín hacia la dere-
cha.

Maivaloca. cuando se queda sola. También es simpática
este hombre. Mirando hacia la puerta. ¿Y esta viejcsita que-
viene aquí? Se conose que estará recogía... ¡Pero qué
chiquitita es! ¡Si es un embuste! Paese una majita de-
armiré.

Sale MARIQUITA, en dirección al lado opuesto del corredor.
MALVALOCA la contempla encantada. Es una viejecita que cabe
dentro del bote de los garbanzos de San Antonio.

Mariquita, ai pasar ante MALVALOCA. Dios guarde á-.
Usté, hermana.

iVIaivaloca. Vaya usté con Dios, hermanita.
iVIariquita. Que usté siga güeña.
IVIaivaloca. ¿Está usté recogía en el asilo?

Mariquita. Deteniéndose. Sí, SCñora.

Malvaloca. ¿Hase mucho?

Mariquita. Cuatro años. Desde que me fartó mí
hijo; que me lo mataron en er moro.

Malvaloca. ¿Le mataron á usté un hijo en la guerra''*
Mariquita. Er que tenía.

Malvaloca. ¡Vaya por Dios! Mariquita hace un gesto de
resignación y dolor. ¿Soil UStedcS mUchoS los VÍejeSÍtOS

asilaos?

Mariquita. Ar presente, seis: dos mujeres y cuatro-
hombres.

Malvaloca. ¿Esto era un convento, verdá?

Mariquita. Sí, señora: er Convento der Carmen. Y'
cuando se murió la úrtima de las madres, se vinierom
aquí las Hermanitas del Amor de Dios.

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Mal val oca. Ya. Diga usté, hermanita: ¿y se armiten
limosnas?

Mariquita. Hágase usté er cargo: de la caridá viven
eyas... y de la caridá de eyas, nosotros...

MalvalOCa. Tome usté, saca de su bolso una moneda de
cinco pesetas y se la da.

Mariquita. Atónita. ¿Qué es esto?

Malvaloca. Un duro.

Mariquita. No tengo pa darle la güerta.

Malvaloca. Si es pa usté, hermanita.

Mariquita. ¿Pa mí?

Malvaloca. En broma. ¡Pa que se compre usté un
sombrero!

Mariquita. sonriendo entre lágrimas. ¿Un SOmbrerO... yO?

Malvaloca. ¡Ó lo que le haga fartal

Mariquita. Un sagalejito.

Malvaloca. Aya usté, hermana.

Mariquita. ¿Es usté rica?

Malvaloca. ¡Uh!

Mariquita. Por la caye no suelen dá limosnas tan
grandes. De aquí tos los días salen dos hermanas á
pedí, ¡y si viera usté qué poquito recogen! Y escuche
usté una cosa: er sábado pasao le pegaron á la hermana
Piedá.

Malvaloca. ¿Quién?

Mariquita. Un borrachote, ¿quién había de sé? En-
tró en una casa que tenía la cánsela abierta, creyendo
que era una casa partícula, y era una tabernucha. Pero
eya, que es mu tranquila y mu resuerta, no se cortó ni
na, y pidió su Hmosna pa los pobres. Y aquer tío, bo-
rracho como estaba, empesó á sortá palabrotas y le dio
un gofetón.

Malvaloca. ¿Y qué hiso la hermana?

Mariquita. Pos la hermana entonses fué y le dijo:
«Güeno, esto es pa mí. Ahora sigo pidiendo pa mis po-
bres.»