primer acto, continuación
— 30 —
Leonardo. Pues ella te conserva una gratitud,..
Salvador. ¡Como que me porté muy bien con eya!
Leonardo. ¿Sí?
Salvador. ¡Sí! La yevé á armorsá á una venta en
Córdoba, le dije que me esperara un segundo, que iba
por tabaco, y vorví á los dos años á vé si estaba ayí
toavía.
Leonardo. ¿Eso hiciste?
Salvador. Por vé si era de ley.
Leonardo. ¡Bah! Tú no hiciste eso.
Salvador. Sí lo hice, sí. No tenía otra salida, caua un
instante, mientras pasa la HERMANA DOLORES por el corredor, de
derecha á izquierda. Malvaloca es mujé que se mete mucho
en er corasón; nos íbamos tomando cariño; me había
yorao ya dos ó tres veses... Y eso de que me jove un-i
mujé no es pa mi genio. Hasen las lágrimas una cade-
nita, que sujeta más que toas las que podamos forja
nosotros en la fundisión.
Leonardo. No entiendo que la dejaras si la querías.
Y todavía entiendo menos que esa mujer te mire á la
cara.
Salvador. Te diré: corrió er tiempo, á los dos nos
pasaron cosas... y cuando se le murió la chiquiya, á su
lao estuve yo primero que nadie.
Leonardo. Ah, ¿se le murió una chiquilla?
Salvador. Bonita como un sueño. Cuatro años te-
nía. Esa ha sío la mayó desgrasia de Marvaloca. La
chiquiya era como un refugio pa toas sus penas.
Leonardo. ¡Qué lástima!
Salvador. Porque tiene muchas. Y es buena como
pocas nmjeres he visto.
Leonardo. Así me ha parecido á mí. Tiene mirar de
buena. Detrás de aquellos ojos, la primera luz que se
advierte es de bondad.
Salvador. ¿Sabes que...?
Leonardo. ¿Qué?
— 31 —
Salvador. No; na... Malos pensamientos que tiene
uno.
Leonardo. Pues ¿de qué te ríes?
Salvador. De ti probablemente.
Leonardo. ¿De mí? ¿Por qué?
Salvador. ¿Conque la primera luz que se advierte es
de bondá? ¡Te veo y no te veo, fundido!
Leonardo. No seas majadero, cambiando de conversación
bruscamente. ¿Qué nos quiere la hermana Piedad?
Salvador. Ahora nos lo dirá eya misma. ¡Cayó tra-
bajo en La Niña de Bronse, amigo!
Leonardo. Me alegro, compañero, me alegro.
Llega en esto oportunamente la HERMANA PIEDAD.
H. Piedad. Aquí me tienen.
Salvador. Ea, pos vamos á habla de la Golondrina.
Leonardo.,-De la Golondr
ina:
H. Piedad. La Golondrina, como la llama el pueblo,
aunque su nombre es Santa Teresa, es la campana de
€ste convento, que está rota.
Leonardo. Cierto: rota está. No puede ser de otra
manera. Desde la fundición la oigo todas las mañanas y
todas las tardes, y me crispa los nervios. ¡Suena á dia-
blos!
H. Piedad. ¿Á diablos?
Leonardo. Perdone usted, hermana. Quiero decir
que no puede sonar peor.
H. Piedad. ¿Y cómo quiere usted que suene, si está
rota hace cuatro años?
Leonardo. ¡Pues hay que componerla! ¡Todo tuviera
tan fácil arreglo en el mundo!
Salvador. ¿Ve usté, hermana, como Leonardo era
nuestro hombre?
Leonardo. ¡Ah, sí! ¡Una campana rota en una casa
como esía, á dos pasos de una fundición, es una ver-
güenza para los fundidores!
Salvador. Sin contá con que de arguna manera hay
'^ 32 —
que pagarles á las hermanitas er trato que me han
dao.
H. Piedad. No diga bobadas, hermano, que no he-
mos hecho sino cumplir con Dios. Y si ustedes, por
gracia suya, consiguen que la Santa Teresa de esta torre,
la Golondrina, cante como cantaba, elevando su voz á
los cielos, entonces, desde la Superiora á la hermanita
más humilde, que es una servidora de ustedes, no ten-
dremos palabras ni acciones con que pagarles.
Leonardo. Pues cuente usted con que ello será. ¿Tú
has visto la campana?
Salvador. Si. Está partida de arriba abajo.
Leonardo. No es extraño, si sonaba tan bien.
H. Piedad. ¿Y eso?
Leonardo. Las campanas, cuanto más sonoras y bien
timbradas, más frágiles. La que más nos encanta oir es
la que con mayor facilidad puede romperse.
Salvador. A las mujeres se paresen en eso.
H. Piedad. Calle usted, hombre, calle usted; que en
todo asunto ha de acordarse de las faldas.
Salvador. Es que las campanas las tienen. Por eso
me he acordao.
H. Piedad. Bueno, déjese usted de cuchufletas.
Leonardo. En resolución, hermana Piedad, porque
éste tiene el vicio de hablar en broma cuando se habla
en serio: fundiremos en La Niña de Bronce la Golondri-
na, y quedará tal cual estaba.
H. Piedad. Dios se lo pague á ustedes. Y eso preci-
samente quería yo saber: si quedará tal cual estaba; si
después de arreglada será la misma.
Leonardo. La misma: de la misma hechura que hoy
tiene, fundida con el mismo bronce.
H. Piedad. Bien, bien: si ha de ser así, bien. Es
campana esa llena de tradiciones y de recuerdos muy
queridos.
Leonardo. Pues usted ha de ver cómo seguirá sien-
^ 33 —
do la misma. La Golondrina levantará el vuelo, dejará
la torre, entrará por la puerta de nuestros talleres, vivi-
rá unos días con nosotros, el fuego la consumirá para
darle después nueva vida, y volverá á su nido cantando
mejor que cantaba.
Salvador. O comparando de otra manera: la Golon-
drina es una morena que está ronca, que va en consur-
ta á un par de dortores, y que cuando después de la
visita entra en su casa, vega con una voz que se paran
los pájaros pa oiría.
H. Piedad. ¿No digo yo? Siempre había usted de ir
á parar á los mismos trigos. Á Martín que vuelve por donde
se fué. Martín, ¿usted oye esto?
Martín. ¿Qué, hermana?
H. Piedad. ¡Que va á hacerse el milagro de que ha-
blaba yo antes!
IVIartín. ¿Qué milagro?
H. Piedad. El milagro de la Golondrina, que por gra-
cia de Dios, que pone hombres buenos é inteligentes en
la tierra, va á sonar como en otros tiempos.
Martín. Temblando de júbilo. ¿Es posible, hermana?
H. Piedad. Es posible, sí. Don Leonardo y su com-
pañero van á llevársela á su fundición, y nos la van á
devolver como si nunca se hubiera roto. ¿Verdad?
Leonardo. Verdad.
Martín. ¿En dónde están esos cabayeros, que quieo
yo besarles las manos?
H. Piedad. Lo que ha de hacer usted, es darle gra-
cias al Señor.
Martín. ¡Y besarles las manos á eyos!
Leonardo. ¿Es el campanero, quizás?
Martín. Er campanero soy, señó; pa servirle. ¿No
me ve usté temblando?
Salvador. Martín quiere á la Golondrina como á cosa
Buya.
Martín. Como á cosa de mis entrañas, señó.
— 3! —
H. Piedad. El primer vuelo que dio la Golondrina en
la torre lo dio con él.
Martín. Conmigo. Era yo una criatura. Y desde en-
tonses no nos separamos. Eya ha sio en este mundo mi
niña, y mi novia, y mi compañera, y mi madre. Tos
mis cariños juntos, porque con eya he desahogao siem-
pre mi pecho.
Leonardo. Pues ahora celebro yo más todavía lo
que vamos á hacer.
Martín. ¡Lo que eso vale pa mí, señores, no pué re-
presentárselo nadie! ¿Ustés no oyeron nunca á la Golon-
drina antes e la desgrasia?
Leonardo. Yo, no.
Salvador. Ni yo.
H. Piedad. Yo, sí
Martín. Pos que diga la hermana: paresía una voz de
los sielos. Dispertaba á los pueblos con sus sones; alegra-
ba los campos ar sé de día; yamaba á resá á la gente
cristiana; yoraba por los muertos... Cuando murió mi
compañera, yo doblé por eya con laGolondriiia y no tuve
mejó consuelo que sus tañíos... ¡Con qué doló sonaba!
H. Piedad. No se excite demasiado, Martín, que lue-
go le hace mal.
Salvador. Déjelo usté que hable.
Martín. Con la notisia que me han dao no pueo yo
cayarme en dos días. ¿Ustés no ven que me estoy ca-
yendo de viejo? ¡Pos hasta que la Golondrina se partió
no me di yo cuenta de mis años! ¡Por eya er tiempo no
pasaba, y yo vivía como si eya fuera mi corasón! Her-
manita.
H. Piedad. ¿Qué quiere, hermano?
Martín. ¿Me deja usté que vaya á contarle á Barra-
bás estas novedaes?
H. Piedad. ¿Nada más que á contárselas?
Martín. Na más, na más. Er tampoco querrá dispu-
tas ahora. Ya lo verá usté.
— 35 —
H. Piedad. Pues vaya, entonces, pero cuidarlo con
lo que se habla.
Martín. Descuide usté, hermanita. Señores, si mis
bendisiones yegan ar sielo, á ustés ya no van á fartar-
les nunca en la tierra. La vía que me quede doy yo,
después que mis manos hayan vorteao una vez, como
antes de romperse, á la Golondrina.
H. Piedad. Ande hermano, ande.
Salvador. Adiós, Martín.
Leonardo. Adiós.
Martín. Yéndose hacia la derecha de la huerta en busca de su
Implacable enemigo. ¡Barrabás! ¡Señó Barrabás! ¡Escuche
usté lo güeno, compadre!
Salvador. ¡Pobre viejo! Á Leonardo que se enjuga una lá-
grima. ¿Qué es eso? ¿Yoras tú también?
Leonardo. ¡Psche!
Salvador. ¡Pero, hombre!
Leonardo. Niñerías.
H. Piedad. Se lo contará á Barrabás y á todo el asi-
lo. Va loco el bueno de Martín.
Leonardo. ¿Y por qué quiere contárselo á Barrabás?
H. Piedad. Porque Barrabás está bautizado en la otra
iglesia, y es del otro bando. En Las Canteras nada apa-
siona tanto como la lucha campanil. Los unos con la
Golondrina y los otros con la Sonora, el día que no hay
cabezas rotas es milagro de Dios.
Leonardo. Tiene gracia.
Sale por la puerta de la Cruz la HERMANA CONSUELO. En la
mano trae una botellita de vino.
H. Consuelo. Don Sarvadó, ahí está ya er médico,
Salvador. ¿Arriba?
H. Consuelo. Sí; en su arcoba está. Y me ha dicho
que viene de prisa.
Salvador. Voy á verlo al instante.
La hermana Consuelo quita el bote de garbanzos de la replsita
de San Antonio, pone la botellita de vino y se va por donde salió.
— 30 —
Leonardo. Pues ella te conserva una gratitud,..
Salvador. ¡Como que me porté muy bien con eya!
Leonardo. ¿Sí?
Salvador. ¡Sí! La yevé á armorsá á una venta en
Córdoba, le dije que me esperara un segundo, que iba
por tabaco, y vorví á los dos años á vé si estaba ayí
toavía.
Leonardo. ¿Eso hiciste?
Salvador. Por vé si era de ley.
Leonardo. ¡Bah! Tú no hiciste eso.
Salvador. Sí lo hice, sí. No tenía otra salida, caua un
instante, mientras pasa la HERMANA DOLORES por el corredor, de
derecha á izquierda. Malvaloca es mujé que se mete mucho
en er corasón; nos íbamos tomando cariño; me había
yorao ya dos ó tres veses... Y eso de que me jove un-i
mujé no es pa mi genio. Hasen las lágrimas una cade-
nita, que sujeta más que toas las que podamos forja
nosotros en la fundisión.
Leonardo. No entiendo que la dejaras si la querías.
Y todavía entiendo menos que esa mujer te mire á la
cara.
Salvador. Te diré: corrió er tiempo, á los dos nos
pasaron cosas... y cuando se le murió la chiquiya, á su
lao estuve yo primero que nadie.
Leonardo. Ah, ¿se le murió una chiquilla?
Salvador. Bonita como un sueño. Cuatro años te-
nía. Esa ha sío la mayó desgrasia de Marvaloca. La
chiquiya era como un refugio pa toas sus penas.
Leonardo. ¡Qué lástima!
Salvador. Porque tiene muchas. Y es buena como
pocas nmjeres he visto.
Leonardo. Así me ha parecido á mí. Tiene mirar de
buena. Detrás de aquellos ojos, la primera luz que se
advierte es de bondad.
Salvador. ¿Sabes que...?
Leonardo. ¿Qué?
— 31 —
Salvador. No; na... Malos pensamientos que tiene
uno.
Leonardo. Pues ¿de qué te ríes?
Salvador. De ti probablemente.
Leonardo. ¿De mí? ¿Por qué?
Salvador. ¿Conque la primera luz que se advierte es
de bondá? ¡Te veo y no te veo, fundido!
Leonardo. No seas majadero, cambiando de conversación
bruscamente. ¿Qué nos quiere la hermana Piedad?
Salvador. Ahora nos lo dirá eya misma. ¡Cayó tra-
bajo en La Niña de Bronse, amigo!
Leonardo. Me alegro, compañero, me alegro.
Llega en esto oportunamente la HERMANA PIEDAD.
H. Piedad. Aquí me tienen.
Salvador. Ea, pos vamos á habla de la Golondrina.
Leonardo.,-De la Golondr
ina:
H. Piedad. La Golondrina, como la llama el pueblo,
aunque su nombre es Santa Teresa, es la campana de
€ste convento, que está rota.
Leonardo. Cierto: rota está. No puede ser de otra
manera. Desde la fundición la oigo todas las mañanas y
todas las tardes, y me crispa los nervios. ¡Suena á dia-
blos!
H. Piedad. ¿Á diablos?
Leonardo. Perdone usted, hermana. Quiero decir
que no puede sonar peor.
H. Piedad. ¿Y cómo quiere usted que suene, si está
rota hace cuatro años?
Leonardo. ¡Pues hay que componerla! ¡Todo tuviera
tan fácil arreglo en el mundo!
Salvador. ¿Ve usté, hermana, como Leonardo era
nuestro hombre?
Leonardo. ¡Ah, sí! ¡Una campana rota en una casa
como esía, á dos pasos de una fundición, es una ver-
güenza para los fundidores!
Salvador. Sin contá con que de arguna manera hay
'^ 32 —
que pagarles á las hermanitas er trato que me han
dao.
H. Piedad. No diga bobadas, hermano, que no he-
mos hecho sino cumplir con Dios. Y si ustedes, por
gracia suya, consiguen que la Santa Teresa de esta torre,
la Golondrina, cante como cantaba, elevando su voz á
los cielos, entonces, desde la Superiora á la hermanita
más humilde, que es una servidora de ustedes, no ten-
dremos palabras ni acciones con que pagarles.
Leonardo. Pues cuente usted con que ello será. ¿Tú
has visto la campana?
Salvador. Si. Está partida de arriba abajo.
Leonardo. No es extraño, si sonaba tan bien.
H. Piedad. ¿Y eso?
Leonardo. Las campanas, cuanto más sonoras y bien
timbradas, más frágiles. La que más nos encanta oir es
la que con mayor facilidad puede romperse.
Salvador. A las mujeres se paresen en eso.
H. Piedad. Calle usted, hombre, calle usted; que en
todo asunto ha de acordarse de las faldas.
Salvador. Es que las campanas las tienen. Por eso
me he acordao.
H. Piedad. Bueno, déjese usted de cuchufletas.
Leonardo. En resolución, hermana Piedad, porque
éste tiene el vicio de hablar en broma cuando se habla
en serio: fundiremos en La Niña de Bronce la Golondri-
na, y quedará tal cual estaba.
H. Piedad. Dios se lo pague á ustedes. Y eso preci-
samente quería yo saber: si quedará tal cual estaba; si
después de arreglada será la misma.
Leonardo. La misma: de la misma hechura que hoy
tiene, fundida con el mismo bronce.
H. Piedad. Bien, bien: si ha de ser así, bien. Es
campana esa llena de tradiciones y de recuerdos muy
queridos.
Leonardo. Pues usted ha de ver cómo seguirá sien-
^ 33 —
do la misma. La Golondrina levantará el vuelo, dejará
la torre, entrará por la puerta de nuestros talleres, vivi-
rá unos días con nosotros, el fuego la consumirá para
darle después nueva vida, y volverá á su nido cantando
mejor que cantaba.
Salvador. O comparando de otra manera: la Golon-
drina es una morena que está ronca, que va en consur-
ta á un par de dortores, y que cuando después de la
visita entra en su casa, vega con una voz que se paran
los pájaros pa oiría.
H. Piedad. ¿No digo yo? Siempre había usted de ir
á parar á los mismos trigos. Á Martín que vuelve por donde
se fué. Martín, ¿usted oye esto?
Martín. ¿Qué, hermana?
H. Piedad. ¡Que va á hacerse el milagro de que ha-
blaba yo antes!
IVIartín. ¿Qué milagro?
H. Piedad. El milagro de la Golondrina, que por gra-
cia de Dios, que pone hombres buenos é inteligentes en
la tierra, va á sonar como en otros tiempos.
Martín. Temblando de júbilo. ¿Es posible, hermana?
H. Piedad. Es posible, sí. Don Leonardo y su com-
pañero van á llevársela á su fundición, y nos la van á
devolver como si nunca se hubiera roto. ¿Verdad?
Leonardo. Verdad.
Martín. ¿En dónde están esos cabayeros, que quieo
yo besarles las manos?
H. Piedad. Lo que ha de hacer usted, es darle gra-
cias al Señor.
Martín. ¡Y besarles las manos á eyos!
Leonardo. ¿Es el campanero, quizás?
Martín. Er campanero soy, señó; pa servirle. ¿No
me ve usté temblando?
Salvador. Martín quiere á la Golondrina como á cosa
Buya.
Martín. Como á cosa de mis entrañas, señó.
— 3! —
H. Piedad. El primer vuelo que dio la Golondrina en
la torre lo dio con él.
Martín. Conmigo. Era yo una criatura. Y desde en-
tonses no nos separamos. Eya ha sio en este mundo mi
niña, y mi novia, y mi compañera, y mi madre. Tos
mis cariños juntos, porque con eya he desahogao siem-
pre mi pecho.
Leonardo. Pues ahora celebro yo más todavía lo
que vamos á hacer.
Martín. ¡Lo que eso vale pa mí, señores, no pué re-
presentárselo nadie! ¿Ustés no oyeron nunca á la Golon-
drina antes e la desgrasia?
Leonardo. Yo, no.
Salvador. Ni yo.
H. Piedad. Yo, sí
Martín. Pos que diga la hermana: paresía una voz de
los sielos. Dispertaba á los pueblos con sus sones; alegra-
ba los campos ar sé de día; yamaba á resá á la gente
cristiana; yoraba por los muertos... Cuando murió mi
compañera, yo doblé por eya con laGolondriiia y no tuve
mejó consuelo que sus tañíos... ¡Con qué doló sonaba!
H. Piedad. No se excite demasiado, Martín, que lue-
go le hace mal.
Salvador. Déjelo usté que hable.
Martín. Con la notisia que me han dao no pueo yo
cayarme en dos días. ¿Ustés no ven que me estoy ca-
yendo de viejo? ¡Pos hasta que la Golondrina se partió
no me di yo cuenta de mis años! ¡Por eya er tiempo no
pasaba, y yo vivía como si eya fuera mi corasón! Her-
manita.
H. Piedad. ¿Qué quiere, hermano?
Martín. ¿Me deja usté que vaya á contarle á Barra-
bás estas novedaes?
H. Piedad. ¿Nada más que á contárselas?
Martín. Na más, na más. Er tampoco querrá dispu-
tas ahora. Ya lo verá usté.
— 35 —
H. Piedad. Pues vaya, entonces, pero cuidarlo con
lo que se habla.
Martín. Descuide usté, hermanita. Señores, si mis
bendisiones yegan ar sielo, á ustés ya no van á fartar-
les nunca en la tierra. La vía que me quede doy yo,
después que mis manos hayan vorteao una vez, como
antes de romperse, á la Golondrina.
H. Piedad. Ande hermano, ande.
Salvador. Adiós, Martín.
Leonardo. Adiós.
Martín. Yéndose hacia la derecha de la huerta en busca de su
Implacable enemigo. ¡Barrabás! ¡Señó Barrabás! ¡Escuche
usté lo güeno, compadre!
Salvador. ¡Pobre viejo! Á Leonardo que se enjuga una lá-
grima. ¿Qué es eso? ¿Yoras tú también?
Leonardo. ¡Psche!
Salvador. ¡Pero, hombre!
Leonardo. Niñerías.
H. Piedad. Se lo contará á Barrabás y á todo el asi-
lo. Va loco el bueno de Martín.
Leonardo. ¿Y por qué quiere contárselo á Barrabás?
H. Piedad. Porque Barrabás está bautizado en la otra
iglesia, y es del otro bando. En Las Canteras nada apa-
siona tanto como la lucha campanil. Los unos con la
Golondrina y los otros con la Sonora, el día que no hay
cabezas rotas es milagro de Dios.
Leonardo. Tiene gracia.
Sale por la puerta de la Cruz la HERMANA CONSUELO. En la
mano trae una botellita de vino.
H. Consuelo. Don Sarvadó, ahí está ya er médico,
Salvador. ¿Arriba?
H. Consuelo. Sí; en su arcoba está. Y me ha dicho
que viene de prisa.
Salvador. Voy á verlo al instante.
La hermana Consuelo quita el bote de garbanzos de la replsita
de San Antonio, pone la botellita de vino y se va por donde salió.