primer acto, continuación
Leonardo. Pues anda con Dios, que yo me marcho.
Vuelve MALVALOCA por la izquierda del corredor, á tiempo que •
Salvador va á irse dentro sin acordarse de ella.
Malvaloca. ¿Te vas?
Salvador. Ah, Marvaloca. Sí; voy arriba, que ha ye-
gao er médico. ¿Me aguardas?
Walvaloca. No: vorveré á la tarde.
Salvador. Mejor es. Pos hasta luego, entonses.
Malvaloca. Hasta luego.
Salvador. Que te espero, ¿eh? que me he alegrao
mucho de esta visita.
Malvaloca. Y yo de verte ya fuera de pehgro. Adiós.-
Salvador. Adiós. Éntrase por la puerta de la Cruz.
Por la izquierda también aparece la HERMANA DOLORES, un
poco turbada, y habla aparte con la hermana Piedad, mostrándole
una joj'a. Entretanto, Leonardo y Malvaloca se despiden.
Malvaloca. Bueno, he tenido mucho gusto en cono-
eerlo á usté.
Leonardo. ¿Más que yo en conocerla á usted?
Malvaloca. Vaya que sea lo mismo.
Leonardo. No puede serlo. Fíjese usted en la dife-
rencia que va de usted á mí.
Malvaloca. ¡Carambo! Se le va á usté pegando el
aire de los andaluses.
Leonardo. Es difícil.
Malvaloca. Difisi no hay cosa ninguna. Ya nos ve
remos. Porque usté supongo que vorverá por aquí á vi-
sita á su amigo.
Leonardo. ¿Cómo no?
Malvaloca. Pos ya nos veremos.
Leonardo. Nos veremos, sí.
H. Piedad. Acercándose á Malvaloca. Hermana.
Malvaloca. Mande usté.
H. Piedad. ¿Es usted por ventura... — sí; usted es —
es usted la que ha puesto esta joya en el altarcito de la
Virgen?
— 37 —
Malvaloca. Sí; yo. Para los pobres.
La hermana Dolores se va á contarle el hecho á la hermana Car-
-! ien. Leonardo sigue el incidente con interés y emoción.
H. Piedad. ¿Pa los pobres?
Malvaloca. Si.
H. Piedad. Anonadada. Pero, hermana, una limosna
en esta forma... y de este precio...
Malvaloca. ¿Es quisas que porque viene de mis ma-
nos...?
H. Piedad. ¡No!... Yo, hermana, no la conozco á us-
ted... De usted no sé más sino que ha llegado aquí con
el interés de ver á un enfermo; que ha entrado á rezar-
le á la Virgen, y que ha dejado en su altar esta joya
para los pobres. ¿Por qué había yo de rechazar lo que
de sus manos viniera? Y que la limosna, hermana mía,
venga de donde venga, lleva consigo un resplandor que
oculta la mano que la da.
Malvaloca. En súbito arranque al oiría, y con esa íntima na-
^. uralidad y graciosa sencillez con que lo hace ella todo. PoS si no
se ve la mano que la da, tome usté también esto. Se qui.
ta una cadena de oro que trae al cuello y se la entrega.
H. Piedad. ¡Hermana!
Malvaloca. Pa los pobres.
H. Piedad. Pero...
Malvaloca. ¡Si ya sólo así puedo sé buena! Pa los
pobres. Mira las caras de los dos y sonríe. Vaya, hasta luegO.
Sale presurosa al jardín.
H. Piedad. ¿Qué mujer es esta?
Leonardo. Yo también la he conocido hace un rato,
hermana. Hasta la tarde.
H. Piedad. Vaya usted con Dios.
Leonardo. Adiós, hermana,
Malvaloca que, como al llegar, se ha detenido en medio del jar-
dín, orientándose como una paloma, se va al cabo resueltamente por
la izquierda del fondo. Leonardo la sigue, disimulando que la sigue;
acaso prendida ya su alma fuerte en los finos flecos del mantón de
— 38 —
la pecadol^. La hermana Piedad, conmovida, contemplando las jo
yas, con lágrimas en los hermosos ojos, recuerda las palabras de
Malvaloca.
H. Piedad. ¡Ya sólo así puede ser buena!
En el íondo, la hermana Dolores comenta lo sucedido con la
hermana Carmen, quien, merced á lo extraordinario del caso, sus-
pende un huen rato su labor constante y tranquila.
FIN DEL ACTO PRIMERO
Leonardo. Pues anda con Dios, que yo me marcho.
Vuelve MALVALOCA por la izquierda del corredor, á tiempo que •
Salvador va á irse dentro sin acordarse de ella.
Malvaloca. ¿Te vas?
Salvador. Ah, Marvaloca. Sí; voy arriba, que ha ye-
gao er médico. ¿Me aguardas?
Walvaloca. No: vorveré á la tarde.
Salvador. Mejor es. Pos hasta luego, entonses.
Malvaloca. Hasta luego.
Salvador. Que te espero, ¿eh? que me he alegrao
mucho de esta visita.
Malvaloca. Y yo de verte ya fuera de pehgro. Adiós.-
Salvador. Adiós. Éntrase por la puerta de la Cruz.
Por la izquierda también aparece la HERMANA DOLORES, un
poco turbada, y habla aparte con la hermana Piedad, mostrándole
una joj'a. Entretanto, Leonardo y Malvaloca se despiden.
Malvaloca. Bueno, he tenido mucho gusto en cono-
eerlo á usté.
Leonardo. ¿Más que yo en conocerla á usted?
Malvaloca. Vaya que sea lo mismo.
Leonardo. No puede serlo. Fíjese usted en la dife-
rencia que va de usted á mí.
Malvaloca. ¡Carambo! Se le va á usté pegando el
aire de los andaluses.
Leonardo. Es difícil.
Malvaloca. Difisi no hay cosa ninguna. Ya nos ve
remos. Porque usté supongo que vorverá por aquí á vi-
sita á su amigo.
Leonardo. ¿Cómo no?
Malvaloca. Pos ya nos veremos.
Leonardo. Nos veremos, sí.
H. Piedad. Acercándose á Malvaloca. Hermana.
Malvaloca. Mande usté.
H. Piedad. ¿Es usted por ventura... — sí; usted es —
es usted la que ha puesto esta joya en el altarcito de la
Virgen?
— 37 —
Malvaloca. Sí; yo. Para los pobres.
La hermana Dolores se va á contarle el hecho á la hermana Car-
-! ien. Leonardo sigue el incidente con interés y emoción.
H. Piedad. ¿Pa los pobres?
Malvaloca. Si.
H. Piedad. Anonadada. Pero, hermana, una limosna
en esta forma... y de este precio...
Malvaloca. ¿Es quisas que porque viene de mis ma-
nos...?
H. Piedad. ¡No!... Yo, hermana, no la conozco á us-
ted... De usted no sé más sino que ha llegado aquí con
el interés de ver á un enfermo; que ha entrado á rezar-
le á la Virgen, y que ha dejado en su altar esta joya
para los pobres. ¿Por qué había yo de rechazar lo que
de sus manos viniera? Y que la limosna, hermana mía,
venga de donde venga, lleva consigo un resplandor que
oculta la mano que la da.
Malvaloca. En súbito arranque al oiría, y con esa íntima na-
^. uralidad y graciosa sencillez con que lo hace ella todo. PoS si no
se ve la mano que la da, tome usté también esto. Se qui.
ta una cadena de oro que trae al cuello y se la entrega.
H. Piedad. ¡Hermana!
Malvaloca. Pa los pobres.
H. Piedad. Pero...
Malvaloca. ¡Si ya sólo así puedo sé buena! Pa los
pobres. Mira las caras de los dos y sonríe. Vaya, hasta luegO.
Sale presurosa al jardín.
H. Piedad. ¿Qué mujer es esta?
Leonardo. Yo también la he conocido hace un rato,
hermana. Hasta la tarde.
H. Piedad. Vaya usted con Dios.
Leonardo. Adiós, hermana,
Malvaloca que, como al llegar, se ha detenido en medio del jar-
dín, orientándose como una paloma, se va al cabo resueltamente por
la izquierda del fondo. Leonardo la sigue, disimulando que la sigue;
acaso prendida ya su alma fuerte en los finos flecos del mantón de
— 38 —
la pecadol^. La hermana Piedad, conmovida, contemplando las jo
yas, con lágrimas en los hermosos ojos, recuerda las palabras de
Malvaloca.
H. Piedad. ¡Ya sólo así puede ser buena!
En el íondo, la hermana Dolores comenta lo sucedido con la
hermana Carmen, quien, merced á lo extraordinario del caso, sus-
pende un huen rato su labor constante y tranquila.
FIN DEL ACTO PRIMERO