En otro de sus arranques de mal genio, el rey le ha arrojado las muletas a su chambelán. Ni campechanía ni pollas. En los cuentos de mi infancia, los jóvenes príncipes eran todos afables y encantadores; de día recogían amapolas durante la pausa entre una gentil galopada y un heroico rescate de damisela y, tras el ocaso, se entretenían embriagándose de Luna y de dama de noche interpretando bellas tonadas con el laúd bajo el emparrado de su propio flequillo. Pero con los años, cuando apenas recordaban ya el alborozo de su galanura y su paladar no reconocía el sabor de las perdices, el aburrimiento de su condición los estragaba antes de tiempo. Acababan entonces yaciendo entre cojines con insufribles ataques de gota, hechos un puro enojo y lanzando aguamaniles y banquetas a sus lacayos, que salían por patas dejándose la peluca en la carrera mientras, en su huida, dedicaban una sonrisilla de ternura al joven heredero con la esperanza de que algún día cambiasen las cosas en el reino. Y vuelta a empezar, porque en los reinos nunca cambia nada. Cansada está la Luna de las monsergas y de las romanzas de los apuestos príncipes. Los gorriones, los jilgueros y las golondrinas; las oropéndolas y los colibríes ya no danzan alrededor de la infantita que canta al probarse su traje nupcial. El engaño de un cuento es que te coloca el colorín, colorado en el momento más bonito, como si al cerrar el libro la historia se quedase dormitando para siempre en un bucle de felicidad. Pero no sucede así en la vida real, que, pese a ser de tomo y lomo, viene sin pastas con las que poder cerrarla al gusto. El hombre inventó la democracia porque necesitaba ponerle pastas, límites al poder; mandatos efímeros, alegres galopadas, bonitas serenatas, princesas rescatadas y finales felices, nada que no pudiera hacerse en cuatro años, pero en un momento de debilidad aceptó dar entrada en ella de nuevo a la monarquía, que precisamente es su antónimo. La monarquía es la consumación de la tristeza del poder. Es la banqueta arrojada a la cabeza, la bronca al chófer, el exabrupto a la consorte sonriente por protocolo, el ataque de gota, el olvido del sabor de las perdices. Ya puesta a admitir reyes, la Constitución debería haber incluido también la obligatoriedad del bufón. Un personajete corrosivo que amenice las cenas de gala y las entregas de credenciales, que se descojone cuando el jefe se parta los piños contra un escalón y que haga ver insistentemente al poder vitalicio que sus días están contados, igual que la calavera del pobre Yorick, en manos de Hamlet con su mueca risueña, recordaba a la vieja reina que por mucho maquillaje que se untara algún día acabaría teniendo ese mismo aspecto. No sé cuánto cobra un chambelán para tener que tragar que un rey le arroje sus muletas en un arranque de ira. Pero si es cuestión de sueldo, solo puedo decir que un rey cobra lo bastante como para que un chambelán pueda pagarle con los mismos modales, arrojándole la cabeza disecada de un elefante, y no lo hace. Se ve que hay cosas que no enseñan en los colegios caros. Pues esas, al menos esas, debería enseñarlas la Constitución.
(C. R.)
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.
(C. R.)
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.
Pero, ¿de qué reconquista habla? La reconquista empezó y terminó hace años.