El espionaje ruso está comprando máquinas de escribir por miedo a las filtraciones. Lo raro es que no hayamos vuelto hace tiempo a la pluma, el tintero, el secante y el lacre. Con una machaconería probablemente no exenta de cierta mala intención, los pontífices de la comunicación (que saben mucho porque se pasan todo el día mirando enlaces de internet) llevan años prediciendo el fin del papel. Lo dicen con esa sonrisilla boba de hombre del mañana que se ha instalado en las redacciones y en las tertulias, y no pierden ocasión de repetir el sermón cada vez que asisten a alguno de los actos propios de su oficio, ya sea una procesión de palmas, un encuentro ecuménico, la publicación de una encíclica o un solemne besahuevos. “El papel ya no tiene sentido”, insisten, mientras fuera, por allá abajo, en las tabernas portuarias de las redes sociales y demás antros digitales de perversión repletos de feligreses escarmentados, todo el mundo sabe cuál es el gran mandamiento: si no quieres que se sepa, no lo pongas en internet. No importan las contraseñas, los programas antiespías, los presuntos canales privados, el borrado posterior… El ordenador no es lugar para secretos de estado. El mismísimo Sherlock Holmes, que logró preservar el difícil equilibrio político europeo de finales del XIX nada más que rescatando cartas comprometedoras robadas de las cancillerías, reconocería hoy día su fracaso en un mundo donde la tecla ‘enter’ abre las puertas del infinito, de lo irrecuperable, de lo irreversible. O si se prefiere, del infierno. El prodigio de las nuevas tecnologías de la comunicación, sin duda alguna tan providenciales y tan necesarias (esto hace años que nadie lo duda), produce tal fascinación que se ha extendido la ilusión colectiva y un poquito psicodélica de que valen para todo. Peor aún: la convicción de que lo que no se hace mediante ellas o para mayor gloria de ellas no merece la pena. Esto es un ataque miserable a la autoestima de quienes seguimos friendo los huevos en una sartén, mirando estrellas desde una hamaca o bisbiseando cotilleos en la mismísima oreja de un amigo durante una de esas hermosas y analógicas tardes de café, por pocas que queden ya. Por eso ahora, al ver las nuevas máquinas de escribir del espionaje ruso y las pilas de folios relucientes, dispuestos a llevarse sus secretos a la tumba y a mostrar sus mensajes ante los únicos ojos para los que fueron escritos, algunos encontramos la confirmación de algo que ya sabíamos y que a otros, la mayoría, produce estupor y risa. Me gusta y me parece más humano un mundo donde los novios que rompen se devuelven las cartas, donde los sobres cerrados no admiten cookies, donde se espera a un amigo leyendo el periódico y donde los agentes secretos, cuando se ven rodeados, se tragan el microfilm. Confío en que las formidables tecnologías del presente continúen ayudando a la ciencia a hacer más feliz a la población del planeta y no más mema, y confío también en que algún día, cuando se nos pase por fin la tontuna de la inmediatez y el botoncito, las tiendecillas callejeras cambien el rótulo de Compro oro por el de Compro folios. Será la gran inversión del futuro. Estoy seguro de que el papel tendrá la última palabra.
(C. R.)
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.
(C. R.)
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.