A la literatura le gusta mucho poner un corro de brujas alrededor de los protagonistas al comienzo de una obra, básicamente por joder. Bueno, y también por imprimir a la trama un plus de fatalismo y solemnidad: no es lo mismo que en la primera escena le estén sellando a uno un papel en el registro, pese a lo que ello pueda conllevar, a que aparezca rodeado de repulsivas meigas en medio de una bruma pegajosa. Lo mismo no es. Este fenómeno no supone ningún alarde de inventiva: está copiado de la vida, donde lo normal es que en cuanto uno despunta le salgan al paso las ánimas benditas del purgatorio para afearle el gesto, rebozarlo en malos agüeros y mostrarle el catálogo de los tormentos infernales que le aguardan si la pifia, por si quisiera suscribirse a ellos y pagarlos en cómodas mensualidades. Valle-Inclán, que se las sabía todas, hizo pasar por ese fastidio a su personaje don Juan Manuel Montenegro en ‘Romance de lobos’. El drama empieza una noche en que el caballero vuelve borracho de la feria, envuelto por la sombra verdinegra de los cipreses y tambaleándose sobre su potro, momento en que atisba a lo lejos las luces de la Santa Compaña y arranca en el bosque un susurro de voces que la emprenden con él a premoniciones, chanzas y bordarías. Acojona bastante. Le dicen de todo al pobre, pero una de las imprecaciones que le lanzan me dejó helado cuando la leí: “ ¡El pecado es sangre, y hace hermanos a los hombres como la sangre de los padres!” La otra tarde, al oír cómo algunos diputados contrariados recibían a la flamante presidenta de Andalucía, comprendí que la bruja es una idealización del político encabritado. O por ser más claro: no conozco a Susana Díaz; de ella he oído hablar pestes y maravillas a partes iguales, pero me he permitido la prudencia de no tomar partido por unas u otras mientras no reúna pruebas. Lo normal sería acabar en el primero de los bandos, porque, aunque solo sea por higiene profesional y por respeto profundo hacia el lector, no puedo entusiasmarme con un político. Pero a lo que no pienso unirme en mi vida es a ningún corro de brujas. No sé de qué feria viene la nueva presidenta ni cuánto ha bebido antes de aventurarse con el caballo por esos bosques de San Telmo. Pero sé que la condenación es lo único que cabe esperar de las brujas. Quiero creer que la protagonista de esta historia no está emparentada por la vía del pecado con ninguno de esos políticos que han convertido Andalucía en una vergüenza nacional; que no es hermana de sangre de ningún facineroso, ni botarate, ni mafiosillo, ni tiranuelo, ni aprovechado, ni egomaníaco. Quiero creer que las maldiciones de las meigas no la harán caer del potro, como al desdichado Montenegro. Como cortesía, y para que se defienda como Dios manda, se me ocurre prestarle las palabras que el caballero espetó al maligno corro que lo acosaba en el bosque: “ ¿Quién me habla? ¿Sois voces del otro mundo? ¿Sois almas en pena, o sois hijos de puta?” Espero que no me defraude, porque de caballero a bruja se pasa en menos de cuatro años. Que no llegue el día en que le hagan estas mismas preguntas.
(C. R.)
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.
(C. R.)
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