Las tres muertes de Adolfo Suárez
Federico Jiménez Losantos
Todo en la muerte de Suárez está resultando tenebrosamente metafórico. Para empezar, nunca una "muerte inminente" como la anunciada por su hijo ha sido menos inminente o simplemente rápida. Para continuar, a todos los efectos, Suárez había dejado de existir entre el último año de Aznar y el primero de Zapatero, el inaugurado con la masacre impune del 11M. Y para terminar, el régimen constitucional de 1978, del que fue actor esencial, está muerto precisamente desde ese año 2004 en que su mente se eclipsó definitivamente. Por eso, el acabamiento de Suárez no es sólo el del final de una época sino el del final de su gran éxito, el del régimen democrático que, después de una Transición que hoy se antoja milagrosa, ayudó a traer a España. Suárez ha muerto cuando hace tiempo que murieron su talento y su obra política. Y van a celebrar sus exequias los enterradores de lo que, más allá de cualquier valoración, es su legado: el régimen constitucional del 78.
Cualquiera podría haber hecho la Transición, aunque, lógicamente, nadie la hubiera hecho como Suárez. El guión estaba escrito por Carrero Blanco, la mano derecha de Franco, desde treinta años atrás, cuando diseña el futuro como una monarquía que asegurase los valores esenciales del franquismo. No la continuidad del régimen, que de hecho, había cambiado mucho ya en vida del Dictador. Muy poco se parece el régimen de la primera parte de la dictadura a la segunda, que empieza con el Plan de Estabilización de 1959 y la liberalización de aspectos sustanciales de la economía; y menos aún se parece la España de los 40 a la de mediados de los 70, al morir Franco.
El diseño de Carrero, con el Rey como clave de continuidad y cambio del régimen, estaba apoyado por el Opus de López Rodó y otros lópeces, y, en última instancia, por el propio Franco, que pese a las presiones familiares y políticas nunca pensó en otro rey que Juan Carlos. El cambio lo ejecutó Suárez con guión de Torcuato Fernández Miranda, pero el que seguramente iba a hacerlo, Herrero Tejedor –mentor de Suárez-, hubiera cumplido bien cualquiera de las dos funciones, en el Gobierno o en las Cortes. Arias Navarro y Rodríguez de Valcárcel fueron obstáculos algo absurdos en un camino claramente trazado desde el franquismo y que, en realidad, era el único posible para un cambio de régimen incruento y sin revanchismos guerracivilistas. O sea, los del PSOE miserable de Zapatero cuando Suárez empezó a morir.
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Con el éxito del Referéndum para la Reforma Política, su triunfo electoral en 1977, la redacción y votación de la Constitución en 1978 y las elecciones y nueva victoria de 1979, Suárez consiguió pasar de Secretario General del Movimiento (el partido único de Franco) en 1976 a Presidente del Gobierno democrático en 1977 y constitucional en 1979. En sólo tres años prodigiosos, al principio junto al Rey y el grueso del franquismo y, después, en consenso con AP, el PCE y el PSOE, Suárez logró un milagro.
Lo que no pudo es sobrevivir a él. Desde 1979, el PSOE, el Ejército, su propio partido y, sobre todo, el Rey, que pasó de padrino a enemigo, conspiraron incansablemente para echarlo del poder. Suárez estaba convencido de que sólo podían hacerlo mediante un golpe de Estado pero que ese golpe de Estado acabaría fatalmente con la democracia. Y entonces se produjo el segundo milagro, el más importante: el falangista Suárez, el que se definía como "un chusquero de la política", el que según el PSOE "pretendía entrar a lomos del caballo de Pavía en las Cortes," demostró, frente al Rey, los partidos y los poderes fácticos, que él sí creía en la soberanía nacional y en la democracia. Y dimitió, en sus propias palabras, "para que la democracia no fuera un paréntesis en la historia de España".
No lo fue, aunque el golpe contra Suárez, teledirigido, entre otros, por el Rey, ya no se podía parar. Pero en el lío del 23-F orquestado por el CESID se perdió la pista, si no de su valor físico ante los golpistas, que ha quedado grabado para siempre, sí del valor político ante el golpismo de Adolfo Suárez. Yo creo que hasta Suárez, en su andadura al frente de un nuevo partido, el CDS, perdió de vista su propio valor. No era un hombre de ideas, pero sí de valores. No mantuvo fidelidades pero sí lealtades. No fue un político genial, pero abordó con genio la tarea política más difícil del siglo XX: enterrar en libertades, en democracia, la Guerra Civil. Fue, sencillamente, un español de su tiempo, pero un buen español. Y nuestro tiempo, y la España que aún nos queda, le deben recuerdo y consideración
Federico Jiménez Losantos
Todo en la muerte de Suárez está resultando tenebrosamente metafórico. Para empezar, nunca una "muerte inminente" como la anunciada por su hijo ha sido menos inminente o simplemente rápida. Para continuar, a todos los efectos, Suárez había dejado de existir entre el último año de Aznar y el primero de Zapatero, el inaugurado con la masacre impune del 11M. Y para terminar, el régimen constitucional de 1978, del que fue actor esencial, está muerto precisamente desde ese año 2004 en que su mente se eclipsó definitivamente. Por eso, el acabamiento de Suárez no es sólo el del final de una época sino el del final de su gran éxito, el del régimen democrático que, después de una Transición que hoy se antoja milagrosa, ayudó a traer a España. Suárez ha muerto cuando hace tiempo que murieron su talento y su obra política. Y van a celebrar sus exequias los enterradores de lo que, más allá de cualquier valoración, es su legado: el régimen constitucional del 78.
Cualquiera podría haber hecho la Transición, aunque, lógicamente, nadie la hubiera hecho como Suárez. El guión estaba escrito por Carrero Blanco, la mano derecha de Franco, desde treinta años atrás, cuando diseña el futuro como una monarquía que asegurase los valores esenciales del franquismo. No la continuidad del régimen, que de hecho, había cambiado mucho ya en vida del Dictador. Muy poco se parece el régimen de la primera parte de la dictadura a la segunda, que empieza con el Plan de Estabilización de 1959 y la liberalización de aspectos sustanciales de la economía; y menos aún se parece la España de los 40 a la de mediados de los 70, al morir Franco.
El diseño de Carrero, con el Rey como clave de continuidad y cambio del régimen, estaba apoyado por el Opus de López Rodó y otros lópeces, y, en última instancia, por el propio Franco, que pese a las presiones familiares y políticas nunca pensó en otro rey que Juan Carlos. El cambio lo ejecutó Suárez con guión de Torcuato Fernández Miranda, pero el que seguramente iba a hacerlo, Herrero Tejedor –mentor de Suárez-, hubiera cumplido bien cualquiera de las dos funciones, en el Gobierno o en las Cortes. Arias Navarro y Rodríguez de Valcárcel fueron obstáculos algo absurdos en un camino claramente trazado desde el franquismo y que, en realidad, era el único posible para un cambio de régimen incruento y sin revanchismos guerracivilistas. O sea, los del PSOE miserable de Zapatero cuando Suárez empezó a morir.
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Con el éxito del Referéndum para la Reforma Política, su triunfo electoral en 1977, la redacción y votación de la Constitución en 1978 y las elecciones y nueva victoria de 1979, Suárez consiguió pasar de Secretario General del Movimiento (el partido único de Franco) en 1976 a Presidente del Gobierno democrático en 1977 y constitucional en 1979. En sólo tres años prodigiosos, al principio junto al Rey y el grueso del franquismo y, después, en consenso con AP, el PCE y el PSOE, Suárez logró un milagro.
Lo que no pudo es sobrevivir a él. Desde 1979, el PSOE, el Ejército, su propio partido y, sobre todo, el Rey, que pasó de padrino a enemigo, conspiraron incansablemente para echarlo del poder. Suárez estaba convencido de que sólo podían hacerlo mediante un golpe de Estado pero que ese golpe de Estado acabaría fatalmente con la democracia. Y entonces se produjo el segundo milagro, el más importante: el falangista Suárez, el que se definía como "un chusquero de la política", el que según el PSOE "pretendía entrar a lomos del caballo de Pavía en las Cortes," demostró, frente al Rey, los partidos y los poderes fácticos, que él sí creía en la soberanía nacional y en la democracia. Y dimitió, en sus propias palabras, "para que la democracia no fuera un paréntesis en la historia de España".
No lo fue, aunque el golpe contra Suárez, teledirigido, entre otros, por el Rey, ya no se podía parar. Pero en el lío del 23-F orquestado por el CESID se perdió la pista, si no de su valor físico ante los golpistas, que ha quedado grabado para siempre, sí del valor político ante el golpismo de Adolfo Suárez. Yo creo que hasta Suárez, en su andadura al frente de un nuevo partido, el CDS, perdió de vista su propio valor. No era un hombre de ideas, pero sí de valores. No mantuvo fidelidades pero sí lealtades. No fue un político genial, pero abordó con genio la tarea política más difícil del siglo XX: enterrar en libertades, en democracia, la Guerra Civil. Fue, sencillamente, un español de su tiempo, pero un buen español. Y nuestro tiempo, y la España que aún nos queda, le deben recuerdo y consideración