Dicen que las pasiones son arriesgadas, peligrosas....

Dicen que las pasiones son arriesgadas, peligrosas. Una pasión es una temeridad. Coinciden los filósofos en que pasión es sinónimo de padecimiento, y por lo tanto el afectado (¿o habría que decir infectado?) se convierte en sujeto pasivo –paciente– de su propia vida hasta extremos rayanos en lo suicida. El apasionado no tiene su futuro en sus manos, sino muy al contrario: es una barquilla zarandeada por los vientos de mil destinos, por las olas de mil azares. Pero él necesita resistirse a esa fragilidad, olvidarse de ella, negarla, y brea las ranuras de su cáscara de nuez con tres espesas manos de esperanza. Por eso se presenta en su templo pese a estar lloviendo a mares. No es suficiente disuasión: él va. Se planta allí. Y se queda mirando el portón con todos sus remaches chorreando agua como el arca de Noé, y no se abre. Pero él sigue mirando, no hay quien lo mueva. Y al final acaba llorando. La gente lo ve por la tele y se conduele: pobrecillo, dicen, para un día que tienen al año… Otros se parten de risa (lo cual también es otra pasión, aunque no lo sepan, y también tiene sus días de lluvia). Algunos, quizá la mayoría, no lo sé, contemplan la escena con perplejidad. No lo comprenden. Comprenden que lo pase mal, claro, eso sí: al muchacho (o a la muchacha) le gusta su cofradía y le fastidia que no salga a la calle. Pero de ahí a llorar… Tal vez si un día suspendieran un encierro de los sanfermines y salieran los pamploneses secándose las lágrimas con sus pañoletas rojas, la gente de por aquí abajo también le encontraría a la situación un puntito ridículo, grotesco, excesivo de desnudez. Porque no hay una fraternidad de pacientes; no hay una Hermandad de Apasionados. Cada cual se las avíe. Dadas las circunstancias, parece que solo la lucidez del desapasionamiento es capaz de vestir las vergüenzas del ser humano, según los códigos de comportamiento occidentales y civilizados que nos han convertido en lo que somos. Solo la invulnerabilidad del raciocinio pelado y de la emotividad controlada nos salva de la tentación de convertir la vida en un valle de lágrimas, en una decepción permanente, en un disfrute siempre incompleto (porque a lo mejor no llueve, pero ya no vive el padre o la madre, o sabe Dios qué otra cosa sucede). Solo sin pasión se sale ileso de la vida, dicen esos filósofos. Pero ninguno de ellos explica de qué vale la vida sin pasión, sin lágrimas mezcladas con la lluvia, sin exposición al ridículo, sin el zarandeo de los vientos, sin gente alrededor incapaz de comprenderlo, sin la brea de la esperanza. Sus libros terminan siempre antes de llegar a ese capítulo, porque para ese capítulo no hay palabras. Si las hubiera, nadie se quedaría mirando los portones repletos de remaches, mientras llueve. Y el mundo necesita urgentemente esa mirada.
C. R.

Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.