La Constitución Española de 1978 es el fruto de un momento político muy determinado: el final de una dictadura que debía convertirse en democracia sin crear graves fracturas sociales. Tuvo una función histórica muy concreta. Sirvió de empujón de salida a un sistema democrático en el que se sintieran más o menos cómodos tanto los herederos del autoritarismo como la izquierda que venía del exilio, tanto los que creían en un Estado centralizado como los nacionalistas federalistas.
Pero está vinculada con un momento histórico tan definido, atípico y puntual que se ha quedado antigua. Es una Constitución setentera. Su lenguaje no es universal, sino anticuado. Una vez que cumplió su función de facilitar la transición se ha vuelto insuficiente para los desafíos y las expectativas del momento actual. De pronto la Constitución resulta poco atrevida, cobarde, pobre. No aborda los problemas que nos preocupan hoy día.
La Constitución de 1978 ya no concita ilusión. No ofrece un ideal al que podamos sumarnos con entusiasmo. Es viejuna y a poco no quedarán para defenderla más que los mismos que en su época defendían también el régimen franquista. O sus primos hermanos.
En medio de un cambio social imparable y con un sistema político cada vez más discutido, la Constitución de 1978 se está quedando sin opciones. La ciudadanía necesita una Constitución que ofrezca esperanza y provoque entusiasmo. Aún es posible abrir un proceso de reforma amplia de la Constitución. Una reforma que modernice el lenguaje, que incluya nuevos derechos sociales, que aumente el papel del ciudadano, que aumente los controles sobre los políticos… Tengo mis dudas sobre si estamos aún a tiempo de que una reforma de este tipo, surgida de un debate social amplio y participativo, pueda canalizar el deseo de cambio y despertar la necesaria ilusión.
Hay en nuestro país una auténtica élite política acomodada en cierta alternancia de poder. Los partidos mayoritarios han creado un auténtico régimen. La denominación de casta es un hallazgo feliz: están satisfechos con el sistema que ellos mismos ayudaron a crear y durante años han desechado como anatema cualquier mejora, cualquier adaptación a los nuevos tiempos. Ya hace tiempo que se inventaron la denominación de “partidos constitucionalistas” para referirse a sí mismos y quitarle legitimidad a cualquier iniciativa radical; a cualquier movimiento ciudadano alternativo. Y al final a quien le quitaron legitimidad fue a la propia Constitución. La convirtieron en una biblia pesada que servía de arma arrojadiza en cualquier ocasión. La hirieron de muerte.
Ahora ya casi nadie dudas de la urgencia de cambios constitucionales. Los partidos del régimen correrán pronto a sumarse a las voces que piden una reforma constitucional. Ellos también se están dando cuenta de que en estos momentos la única disyuntiva de la constitución es reforma o muerte. Si no han entendido el momento actual creerán que una reforma ligera y cosmética servirá para calmar la indignación y el desapego ciudadano. Sería un error. Hace falta una reforma esencial, que parta de la discusión pública de los principios mismos del sistema constitucional. Hay que rediscutirlo todo: no sólo la naturaleza de la jefatura de Estado o la distribución territorial del poder, sino incluso el papel político de los ciudadanos y la eficacia de sus nuevos derechos.
Es la hora de la reforma o la muerte de la Constitución, y no sé cuál prefiero.
C. R.
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.
Pero está vinculada con un momento histórico tan definido, atípico y puntual que se ha quedado antigua. Es una Constitución setentera. Su lenguaje no es universal, sino anticuado. Una vez que cumplió su función de facilitar la transición se ha vuelto insuficiente para los desafíos y las expectativas del momento actual. De pronto la Constitución resulta poco atrevida, cobarde, pobre. No aborda los problemas que nos preocupan hoy día.
La Constitución de 1978 ya no concita ilusión. No ofrece un ideal al que podamos sumarnos con entusiasmo. Es viejuna y a poco no quedarán para defenderla más que los mismos que en su época defendían también el régimen franquista. O sus primos hermanos.
En medio de un cambio social imparable y con un sistema político cada vez más discutido, la Constitución de 1978 se está quedando sin opciones. La ciudadanía necesita una Constitución que ofrezca esperanza y provoque entusiasmo. Aún es posible abrir un proceso de reforma amplia de la Constitución. Una reforma que modernice el lenguaje, que incluya nuevos derechos sociales, que aumente el papel del ciudadano, que aumente los controles sobre los políticos… Tengo mis dudas sobre si estamos aún a tiempo de que una reforma de este tipo, surgida de un debate social amplio y participativo, pueda canalizar el deseo de cambio y despertar la necesaria ilusión.
Hay en nuestro país una auténtica élite política acomodada en cierta alternancia de poder. Los partidos mayoritarios han creado un auténtico régimen. La denominación de casta es un hallazgo feliz: están satisfechos con el sistema que ellos mismos ayudaron a crear y durante años han desechado como anatema cualquier mejora, cualquier adaptación a los nuevos tiempos. Ya hace tiempo que se inventaron la denominación de “partidos constitucionalistas” para referirse a sí mismos y quitarle legitimidad a cualquier iniciativa radical; a cualquier movimiento ciudadano alternativo. Y al final a quien le quitaron legitimidad fue a la propia Constitución. La convirtieron en una biblia pesada que servía de arma arrojadiza en cualquier ocasión. La hirieron de muerte.
Ahora ya casi nadie dudas de la urgencia de cambios constitucionales. Los partidos del régimen correrán pronto a sumarse a las voces que piden una reforma constitucional. Ellos también se están dando cuenta de que en estos momentos la única disyuntiva de la constitución es reforma o muerte. Si no han entendido el momento actual creerán que una reforma ligera y cosmética servirá para calmar la indignación y el desapego ciudadano. Sería un error. Hace falta una reforma esencial, que parta de la discusión pública de los principios mismos del sistema constitucional. Hay que rediscutirlo todo: no sólo la naturaleza de la jefatura de Estado o la distribución territorial del poder, sino incluso el papel político de los ciudadanos y la eficacia de sus nuevos derechos.
Es la hora de la reforma o la muerte de la Constitución, y no sé cuál prefiero.
C. R.
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.