Solo quienes hemos ido en mangas de camisa al cementerio el día de los difuntos para sudar la gota gorda –o, ya puestos, a la mismísima Feria del Belén– sabemos cuánto dura el calor en Sevilla; hasta dónde alcanza la onda expansiva de un verano que coge desde mayo hasta noviembre, desde la última lluvia hasta la primera. Este, el de las postrimerías, es un clima especialmente molesto, porque a los habitantes de esta ciudad –por muy ejemplo vivo que sean de lo que es capaz de hacer la necesidad de adaptación al medio con una especie bípeda– no les gustan los epílogos. Nosotros somos más de prólogos, de vísperas, de cuaresmas, de preferias. Sevilla no va el domingo a la Feria, pero el lunes del alumbrado lleva ya tres cogorzas. El sevillano, cuando se encontró con el Domingo de Ramos, se puso contentísimo pero tuvo que colocarle antes el Viernes de Dolores, porque aquí no se entiende nada si no es con tiempo suficiente por delante para ir haciendo el cuerpo a la idea. Aquí nadie se toma una torrija el Domingo de Resurrección, que a muchos los pilla ya en la playa por ese rechazo que se tiene a los finales. Por eso somos también muy primaverales: porque la primavera es, en todos los sentidos, víspera y anuncio, anticipo, promesa y todas esas cosas. El otoño, pese a ser probablemente tan bello como la primavera –y ¬más, según se mire y quién lo mire– tiene sin embargo esa maldición de formar parte de lo que ya ha pasado, que tanto lo afea. Porque en Sevilla el otoño no es preludio del frío (que es lo que podría embellecerlo, al igual que sucede en el común de las latitudes), sino la estela sofocante de un agosto pegajoso que no termina de disiparse. Es el calor sobrante, ese fastidioso tiempo que no termina de pasar y que no aporta nada a la imaginación.
Una ola de calor ha puesto esta semana las cosas en su sitio y ha recordado a quienes iban sacando ya de los roperos las caperuzas y las polainas de cuello vuelto, al grito de este año no ha habido verano, que aquí hasta el rabo todo es Sevilla o, dicho de otro modo, no se puede uno confiar. Porque el termómetro, hasta dormido, es un termómetro sevillano, y eso siempre es un peligro. Ahora, lo que queda es volver al trabajo. Se acabaron las vacaciones para la inmensa mayoría y el calor, ese que hacía gemir y dar grititos al personal en las redes sociales, ahora ya no hay quien lo soporte porque ya no tiene nada esperanzador que decirnos, ni es el anuncio de la playa, ni la promesa del descanso y el cerveceo nocturno, ni la esperanza de encontrar aparcamiento, ni nada de nada. Ahora sobra eso que tanto hemos amado (quien lo haya amado, claro). Es la hora de la tristeza. Qué pena que la tristeza no se sude. Acabaríamos antes.
C. R.
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.
Una ola de calor ha puesto esta semana las cosas en su sitio y ha recordado a quienes iban sacando ya de los roperos las caperuzas y las polainas de cuello vuelto, al grito de este año no ha habido verano, que aquí hasta el rabo todo es Sevilla o, dicho de otro modo, no se puede uno confiar. Porque el termómetro, hasta dormido, es un termómetro sevillano, y eso siempre es un peligro. Ahora, lo que queda es volver al trabajo. Se acabaron las vacaciones para la inmensa mayoría y el calor, ese que hacía gemir y dar grititos al personal en las redes sociales, ahora ya no hay quien lo soporte porque ya no tiene nada esperanzador que decirnos, ni es el anuncio de la playa, ni la promesa del descanso y el cerveceo nocturno, ni la esperanza de encontrar aparcamiento, ni nada de nada. Ahora sobra eso que tanto hemos amado (quien lo haya amado, claro). Es la hora de la tristeza. Qué pena que la tristeza no se sude. Acabaríamos antes.
C. R.
Seguimos con la reconquista desde el SUR le pese a quien le pese.