España siempre ha sido un marrón de dimensiones pavorosas. Baste con recordar los singulares días de la primavera de 1873. Amadeo I de Saboya, el bonito y barbudo rey de importación que habían puesto para que el país no se fuera directamente a pique y quedase resultón, acababa de poner pies en polvorosa harto del ganado con el que le había tocado lidiar, declarando que, pese a todo, su corazón seguía aquí y bla, bla, bla, en esta España «tan noble como desgraciada». De la noche a la mañana, con cuatro gatos, se conformó entonces la Primera República y se colocó como presidente del Gobierno a don Estanislao Figueras y Moragas, hombre, como se verá, de una lucidez acongojante. El caso es que esto no lo arreglaba ni MacGyver en el Leroy-Merlín: constantes intentos golpistas, la economía hecha unos zorros, las facciones políticas peleándose por todas partes, los independentistas a lo suyo y, en general, un ambiente donde anteponer España a todo lo demás se encontraba justo por detrás de organizar un espectáculo con ornitorrincos en el ranking de prioridades de nuestros prohombres. Estando las cosas de semejante manera, y dándose la circunstancia de que en el Consejo de Ministros del 9 de junio seguían todos pegándose voces y sin la menor esperanza de ponerse de acuerdo para nada, el señor don Estanislao Figueras y Moragas tomó la palabra y manifestó con toda la solemnidad de la que pudo hacer acopio: «Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros». Y dicho lo cual, salió de la sala, se fue a su casa, hizo las maletas y tomó el tren para Francia, cosa de la que se enteraron los ilustres señores Castelar y Pi y Margall al día siguiente, cuando ordenaron ir a buscarlo porque no daba señales de vida. Cuando eso fue, precisamente, lo que hizo.
C. R.
C. R.