Corre un bulo que afirma que las personas de opinión inamovible son más fiables, más coherentes, más íntegras y hasta más honradas que el resto. Trola gorda. Vivir es un permanente ejercicio de cambio de opinión. Cualquier paisano medianamente sensato lo hace docenas, cientos, miles de veces al cabo del día. Crecer es cambiar de opinión. Como lo es estudiar y aprender; como amar, rezar, soñar, descubrir, comprender, mejorar, intentar, leer, besar, escuchar, mirar, improvisar... hasta llegar a ese cambio de opinión por antonomasia, que es el morir. Las cobardías, los miedos, las incongruencias, el azar, las experiencias, las esperanzas... desdoblan los caminos de nuestra mudable existencia, y el triste desgraciado que dice no cambiar jamás de criterio ni de certezas ni de ninguna otra cosa es un pobre memo, un viajero que se pierde el paisaje y se pasa de largo el destino por hacer su travesía dormido. Nada tiene de extraño que un partido que se decía de izquierdas le dé un gobierno a otro de derechas, por ejemplo. Es algo que tiene que ver con las miserias, con las inconsecuencias, con las zozobras pretendidas y las sobrevenidas, con los temores, con los egoísmos, con las estrategias, con las sumisiones. ¿Qué más da que eso no lo haga un partido de izquierdas? La vida está llena de cosas que nadie haría, porque de eso se trata, precisamente. Llena, por ejemplo, de personas que, ¡quién lo diría!, dejarán de votar a sus siglas de toda la vida para que no les tomen más el pelo. El gran pecado de la estadística es considerar un engorro la incertidumbre, cuando es la apasionante esencia de toda ciencia. Pero bueno, también eso cambiará algún día. Pronto se verá en la aprobación de los presupuestos.
C. R.
C. R.