Luis del Val:
Estas personas de más de ochenta años, que se nos están yendo a centenares durante estos días, no pertenecen a la generación mejor preparada de la Historia de España, como dijo un presidente de Gobierno, porque durante la posguerra -y se lo he oído contar de sus labios- en los pueblos que vivían de la agricultura tenían que dejar la escuela para ayudar a las labores estacionales, con nueve y diez años de edad.
Estas personas de más de ochenta, a las que no les hemos podido decir adiós -y han recibido la sepultura en serie, como si fueran números de estadística- no tuvieron la oportunidad de ir a la Universidad, porque la escasez de alimentos en la posguerra reclamaba todo esfuerzo, todas las horas para poder encontrar una barra de pan, aunque fuera de centeno, un litro de aceite, unos granos de arroz para alegrar el cocimiento de la patata.
Estas personas de más de ochenta años, cuyos ataúdes se almacenan en palacios de hielo que seguramente ellos nunca visitaron en vida, alcanzaron el último tren del turismo, cuando ya estaban jubilados, y gracias a esos programas -que se hicieron no tanto para alegrarles la vida en el último tramo, sino para sostener el tejido de los servicios hosteleros- comprobaron que existía Benidorm, y Palma de Mallorca, y que Canarias estaba en verdad muy, muy lejos.
Estas personas de más de ochenta nacieron en los últimos años de aquella República desastrosa, llena de pistoleros de derechas y anarquistas con más armas que cerebro, o en el fragor de una Guerra Civil en la que hasta los hijos de los mismos padres podían estar en trincheras diferentes, tratando de matarse.
Estas personas de más de ochenta años, en su mayoría, guardaban un discreto silencio sobre los horrores vividos o contado en el seno de unas familias, que ni siquiera eligieron bando, porque fue el azar geográfico el que determinó que uno estuviera y se impusiera el deber de sobrevivir en un bando o en otro. Y nunca, nunca, a ninguno de ellos, les escuché la necesidad de una memoria histórica, porque ellos la tenían grabada en lo más profundo, y hasta la podían revivir, visitando alguna tumba, o mirando un barranco, una cuneta, donde les contaron que fue asesinado alguien de la familia.
Estos hombres y estas mujeres de más de ochenta años fueron la generación que más miedo pasó durante la etapa de la Transición, porque habían vivido los años más duros, los años en que la Dictadura mostraba su cara auténtica y sin disimulos.
No, no fue la generación mejor preparada académicamente, ni la que contaba con más licenciaturas universitarias, pero fue la generación mejor pertrechada para el sacrifico, para la entrega, para la lucha, para la renuncia del placer, y la que construyó los cimientos del bienestar que luego disfrutamos. Y, al final, ha sido la generación a la que le hemos negado un respirador pulmonar, porque ya eran viejos, después de habérnoslo dado todo. No represento a nadie, ni a nada, pero me gustaría decirles tres palabras: Perdón, perdón, perdón. Su canción de cuna fue el ruido de las bombas y su escena final un respirador que se le niega, al que sigue la muerte en soledad.
Nuestro cariño y respeto para ellos.
A. Zaballos.
Estas personas de más de ochenta años, que se nos están yendo a centenares durante estos días, no pertenecen a la generación mejor preparada de la Historia de España, como dijo un presidente de Gobierno, porque durante la posguerra -y se lo he oído contar de sus labios- en los pueblos que vivían de la agricultura tenían que dejar la escuela para ayudar a las labores estacionales, con nueve y diez años de edad.
Estas personas de más de ochenta, a las que no les hemos podido decir adiós -y han recibido la sepultura en serie, como si fueran números de estadística- no tuvieron la oportunidad de ir a la Universidad, porque la escasez de alimentos en la posguerra reclamaba todo esfuerzo, todas las horas para poder encontrar una barra de pan, aunque fuera de centeno, un litro de aceite, unos granos de arroz para alegrar el cocimiento de la patata.
Estas personas de más de ochenta años, cuyos ataúdes se almacenan en palacios de hielo que seguramente ellos nunca visitaron en vida, alcanzaron el último tren del turismo, cuando ya estaban jubilados, y gracias a esos programas -que se hicieron no tanto para alegrarles la vida en el último tramo, sino para sostener el tejido de los servicios hosteleros- comprobaron que existía Benidorm, y Palma de Mallorca, y que Canarias estaba en verdad muy, muy lejos.
Estas personas de más de ochenta nacieron en los últimos años de aquella República desastrosa, llena de pistoleros de derechas y anarquistas con más armas que cerebro, o en el fragor de una Guerra Civil en la que hasta los hijos de los mismos padres podían estar en trincheras diferentes, tratando de matarse.
Estas personas de más de ochenta años, en su mayoría, guardaban un discreto silencio sobre los horrores vividos o contado en el seno de unas familias, que ni siquiera eligieron bando, porque fue el azar geográfico el que determinó que uno estuviera y se impusiera el deber de sobrevivir en un bando o en otro. Y nunca, nunca, a ninguno de ellos, les escuché la necesidad de una memoria histórica, porque ellos la tenían grabada en lo más profundo, y hasta la podían revivir, visitando alguna tumba, o mirando un barranco, una cuneta, donde les contaron que fue asesinado alguien de la familia.
Estos hombres y estas mujeres de más de ochenta años fueron la generación que más miedo pasó durante la etapa de la Transición, porque habían vivido los años más duros, los años en que la Dictadura mostraba su cara auténtica y sin disimulos.
No, no fue la generación mejor preparada académicamente, ni la que contaba con más licenciaturas universitarias, pero fue la generación mejor pertrechada para el sacrifico, para la entrega, para la lucha, para la renuncia del placer, y la que construyó los cimientos del bienestar que luego disfrutamos. Y, al final, ha sido la generación a la que le hemos negado un respirador pulmonar, porque ya eran viejos, después de habérnoslo dado todo. No represento a nadie, ni a nada, pero me gustaría decirles tres palabras: Perdón, perdón, perdón. Su canción de cuna fue el ruido de las bombas y su escena final un respirador que se le niega, al que sigue la muerte en soledad.
Nuestro cariño y respeto para ellos.
A. Zaballos.