El Plural
Cuando fuimos talibanes
Talibán carnívoro en los primeros años y vegetariano en los últimos, el Estado franquista institucionalizó la sharía cristianoide propugnada por la Sección Femenina
RELACIONADO
Cuando fuimos afganos
ANTONIO AVENDAÑO
Domingo, 29 de agosto de 2021
La Sección Femenina pervivió en España hasta dos años después de la muerte del anciano dictador cuyo legado político y moral le gustaría hoy a Vox ver plenamente rehabilitado. Fundada por Pilar Primo de Rivera, la Sección Femenina publicó después de la guerra una guía de la esposa perfecta a la que no pocos talibanes afganos de hoy habrían dado su aprobación.
“Ten preparada una comida deliciosa para cuando él regrese del trabajo”, “Ofrécete a quitarle los zapatos” o “Escúchale, déjale hablar primero; recuerda que sus temas de conversación son más importantes que los tuyos”: son algunos de los 20 puntos de aquel vademécum cuya lectura debería sonrojarnos a todos, también a los votantes de Vox. En términos históricos, todo eso sucedió no en la Edad Media sino anteayer mismo.
¡Viva la intolerancia!
Las hechuras sentimentales y la urdimbre vital y emocional de hombres, mujeres, niños y jóvenes nacidos o llegados a la edad adulta durante el franquismo estaban cortadas con el patrón varonil, cuartelero y ramplón ideado por la rama femenina de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, el partido fascista español inspirado a su vez en los fascismos alemán e italiano. España era entonces nacional-católica, tenía un emir llamado Francisco Franco y la vida de las mujeres estaba regida por una suerte de sharía machorra oportunamente bendecida por Roma.
España fue un país gobernado durante cuarenta años por talibanes cuya fe integrista fue haciéndose menos firme a medida que la prosperidad del país quedaba vinculada a la apertura económica y a la afluencia de turistas extranjeros.
El primer Franco era un talibán carnívoro; el último, un talibán vegetariano. La rehabilitación encubierta de su figura que, como parte de su ofensiva cultural, persigue Vox y comparte una facción significativa de la dirigencia y del electorado del PP, va más allá del propio dictador como tal: con desahogo y sin complejos, la ultraderecha propugna el restablecimiento y la legitimación de un talante político, social y cultural que no solo está inspirado en la intolerancia sino que presume de su intolerancia.
La furia de los vencedores fue aquietándose con el paso de los años, pero no así el orgullo de haber hecho morder el polvo a la modernidad. Cuando, a la muerte de Franco, esa modernidad tomó carta de naturaleza y fue impregnando las costumbres y las emociones de los nuevos españoles, los herederos de la victoria del 39 no solo se resignaron a ello, sino que acabaron profesando ellos mismos de buen de grado la fe de la libertad.
Y fue en eso, hace apenas un par de años, cuando llegó Vox con su programa neomachista, neopilarista, neoespañolista y con ese toque talibán, tal vez solapado pero inconfundible, que es seña de identidad de la extrema derecha a ambos lados del Atlántico.
¿Qué hacer?
Aunque muchos de sus simpatizantes no sean conscientes de ello, la intolerancia hoy abanderada por Vox está tejida con los mismos mimbres que aquella de la que, dos siglos atrás, se lamentaban amargamente Lista, Jovellanos, Reinoso o Blanco White: “Esa intolerancia con que no sólo se rechazan las opiniones por partido sino que se ataca a la persona por más de buena fe que las defienda, como si el no ver con los ojos de otro fuera delito”.
El efecto quizá más deletéreo de la pujanza de la ultraderecha es que ha contaminado al resto de actores del espacio público, convirtiendo a su vez en intolerantes y aun procaces a personas que no lo eran cuando mentaban a sus adversarios ideológicos. Desde posiciones liberales o progresistas se ataca a Vox no ya con el legítimo ardor de quienes quieren derrotar en buena lid ideas que consideran equivocadas o perniciosas, sino con la furia y el encono propios de aquellos mismos a quienes se proponer desacreditar.
Pues bien, del mismo modo que las democracias occidentales no saben muy bien qué tipo de relaciones políticas y diplomáticas han de establecer con el nuevo Estado afgano, la izquierda española no sabe muy bien cómo relacionarse con los talibanes de casa que lidera el emir falangistoide Santiago Abascal. ¿Aislarlos? ¿Encerrarlos tras un cordón sanitario para que no contaminen? ¿Darles juego juego institucional? ¿Incorporarlos a la negociación del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional? ¿Qué es lo menos malo? ¿Cómo conseguir que los vote menos gente: con políticas duras o con diplomacia blanda?
¿Cómo tratar a quien trata de usurpador, mentiroso, charlatán o tirano al presidente legítimo del Gobierno de España? Tales insultos son algo más algo más que una mera infamia: son un ejercicio deliberado de destrucción de las reglas del juego, es decir, de destrucción de aquello que hace posible el juego mismo. Como el nuevo Estado afgano, Vox no odia las reglas: odia el juego.
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Talibán carnívoro en los primeros años y vegetariano en los últimos, el Estado franquista institucionalizó la sharía cristianoide propugnada por la Sección Femenina
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Domingo, 29 de agosto de 2021
La Sección Femenina pervivió en España hasta dos años después de la muerte del anciano dictador cuyo legado político y moral le gustaría hoy a Vox ver plenamente rehabilitado. Fundada por Pilar Primo de Rivera, la Sección Femenina publicó después de la guerra una guía de la esposa perfecta a la que no pocos talibanes afganos de hoy habrían dado su aprobación.
“Ten preparada una comida deliciosa para cuando él regrese del trabajo”, “Ofrécete a quitarle los zapatos” o “Escúchale, déjale hablar primero; recuerda que sus temas de conversación son más importantes que los tuyos”: son algunos de los 20 puntos de aquel vademécum cuya lectura debería sonrojarnos a todos, también a los votantes de Vox. En términos históricos, todo eso sucedió no en la Edad Media sino anteayer mismo.
¡Viva la intolerancia!
Las hechuras sentimentales y la urdimbre vital y emocional de hombres, mujeres, niños y jóvenes nacidos o llegados a la edad adulta durante el franquismo estaban cortadas con el patrón varonil, cuartelero y ramplón ideado por la rama femenina de Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, el partido fascista español inspirado a su vez en los fascismos alemán e italiano. España era entonces nacional-católica, tenía un emir llamado Francisco Franco y la vida de las mujeres estaba regida por una suerte de sharía machorra oportunamente bendecida por Roma.
España fue un país gobernado durante cuarenta años por talibanes cuya fe integrista fue haciéndose menos firme a medida que la prosperidad del país quedaba vinculada a la apertura económica y a la afluencia de turistas extranjeros.
El primer Franco era un talibán carnívoro; el último, un talibán vegetariano. La rehabilitación encubierta de su figura que, como parte de su ofensiva cultural, persigue Vox y comparte una facción significativa de la dirigencia y del electorado del PP, va más allá del propio dictador como tal: con desahogo y sin complejos, la ultraderecha propugna el restablecimiento y la legitimación de un talante político, social y cultural que no solo está inspirado en la intolerancia sino que presume de su intolerancia.
La furia de los vencedores fue aquietándose con el paso de los años, pero no así el orgullo de haber hecho morder el polvo a la modernidad. Cuando, a la muerte de Franco, esa modernidad tomó carta de naturaleza y fue impregnando las costumbres y las emociones de los nuevos españoles, los herederos de la victoria del 39 no solo se resignaron a ello, sino que acabaron profesando ellos mismos de buen de grado la fe de la libertad.
Y fue en eso, hace apenas un par de años, cuando llegó Vox con su programa neomachista, neopilarista, neoespañolista y con ese toque talibán, tal vez solapado pero inconfundible, que es seña de identidad de la extrema derecha a ambos lados del Atlántico.
¿Qué hacer?
Aunque muchos de sus simpatizantes no sean conscientes de ello, la intolerancia hoy abanderada por Vox está tejida con los mismos mimbres que aquella de la que, dos siglos atrás, se lamentaban amargamente Lista, Jovellanos, Reinoso o Blanco White: “Esa intolerancia con que no sólo se rechazan las opiniones por partido sino que se ataca a la persona por más de buena fe que las defienda, como si el no ver con los ojos de otro fuera delito”.
El efecto quizá más deletéreo de la pujanza de la ultraderecha es que ha contaminado al resto de actores del espacio público, convirtiendo a su vez en intolerantes y aun procaces a personas que no lo eran cuando mentaban a sus adversarios ideológicos. Desde posiciones liberales o progresistas se ataca a Vox no ya con el legítimo ardor de quienes quieren derrotar en buena lid ideas que consideran equivocadas o perniciosas, sino con la furia y el encono propios de aquellos mismos a quienes se proponer desacreditar.
Pues bien, del mismo modo que las democracias occidentales no saben muy bien qué tipo de relaciones políticas y diplomáticas han de establecer con el nuevo Estado afgano, la izquierda española no sabe muy bien cómo relacionarse con los talibanes de casa que lidera el emir falangistoide Santiago Abascal. ¿Aislarlos? ¿Encerrarlos tras un cordón sanitario para que no contaminen? ¿Darles juego juego institucional? ¿Incorporarlos a la negociación del Poder Judicial o el Tribunal Constitucional? ¿Qué es lo menos malo? ¿Cómo conseguir que los vote menos gente: con políticas duras o con diplomacia blanda?
¿Cómo tratar a quien trata de usurpador, mentiroso, charlatán o tirano al presidente legítimo del Gobierno de España? Tales insultos son algo más algo más que una mera infamia: son un ejercicio deliberado de destrucción de las reglas del juego, es decir, de destrucción de aquello que hace posible el juego mismo. Como el nuevo Estado afgano, Vox no odia las reglas: odia el juego.